Una vez un rey agonizaba y llamaron a su lado a un hombre que oraba sin mover los labios ni abrir los ojos ni saber dónde estaba, pues había anulado la memoria de ese día y de todos los demás. El rey recitaba a gritos sus crímenes, que eran más que las arenas que arrastraba el río, y se esforzaba por recordar sus buenas acciones. Olvida eso, le dijo el hombre. Olvida lo que crees que hiciste mal y lo que crees que hiciste bien. Nada te puede salvar sino que te desprendas, pues sólo el desprendimiento nos acerca a Dios. Para el desprendido no hay bien ni mal; nada es agradable ni doloroso; no hay placer ni sufrimiento ni ansiedad. El desprendimiento hace al hombre semejante a Dios. Quien sea desprendido será elevado a la eternidad –acabó el ermitaño al tiempo que entreabría un ojo para ver si era de oro la pieza que se llevaba, pues procuraba ocuparse en desprender a los demás.
(De las historias de San Barlaán para el príncipe Josafat).
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