“El universo del español, el español del universo”, ponencia dictada por Jaime Labastida en el encuentro Cantabria Campus Nobel

Martes, 03 de Julio de 2012
“El universo del español, el español del universo”, ponencia dictada por Jaime Labastida en el encuentro Cantabria Campus Nobel
Foto: Academia Mexicana de la Lengua

El universo del español,
el español del universo

Encuentro Cantabria Campus Nobel
Universidad de Cantabria
Universidad Internacional Menéndez Pelayo
Santander, España,
13 de junio de 2012.

Permítanme iniciar estas palabras con algunas tesis que, por su misma obviedad, tal vez no requieran de ninguna demostración, al menos por el momento. En todo caso, a medida que avance en su desarrollo, se harán por sí solas palpables.

            Primera tesis: el español es una lengua universal; añado: una de las cuatro lenguas universales del planeta.

            Segunda tesis: el castellano, en cambio, es un dialecto del español.

            Tercera tesis: el castellano se volvió español cuando atravesó el Atlántico y tocó las tierras de América.

Cuarta tesis: el castellano, al hacerse español, se convirtió no sólo en lingua franca para vascos, catalanes, gallegos y castellanos, también se hizo lingua franca para los pueblos amerindios del nuevo continente.

            Quinta tesis: en tanto que las lenguas amerindias nos atraen hacia el fondo de nosotros mismos y establecen contacto con nuestra raíz, el español nos pone en contacto con el universo entero.

            Establecidas de modo provisional las tesis anteriores, preguntemos, ¿en qué consiste el universo del español? Esta palabra, universo, nos obliga a pensar, así sea por un corto tiempo, en su sentido. En rigor, sólo hay un universo, digo, el universo; sólo existe un universo, el cosmos (así lo llamaba Alexander von Humboldt), digo, el orden, el todo, la totalidad. La voz helena kósmoV indica orden, el orden bello y, en sus orígenes, acaso el orden correcto en que se organizaban los combatientes para ofrecer la batalla. Sobre todo, indica que todo ha de hallarse en su lugar y que, aun cuando el todo se mueva, su movimiento debe responder a un orden: el ritmo o la sucesión de las estaciones, por ejemplo, la noche y el día, el calor y el frío.

La voz española universo está formada, a su vez, por la unión de dos raíces: unus, palabra que alude a cantidad y designa la unidad, por un lado, y el sustantivo versum, que se deriva del verbo vertere, por otro, que posee el sentido de seguir en una cierta dirección (o de dar vuelta, como el arado traza los surcos). Un orden, un solo y únicosentido de todas las cosas que se hallan en movimiento, eso indica la palabra universo. Por lo tanto, no podría hablarse del universo del español: sólo hay un universo y a él pertenecen todas las cosas, la lengua española incluida. Empero, me atrevo a decir universo del español en sentido lato, o en tanto que significo con este sintagma el espacioque abarca una lengua, la lengua española en este caso. En el mismo sentido, tampoco se podría decir español del universo ni, aún menos, que el español sea una lengua universal: lo he dicho, el universo es uno y sólo uno, el único universo. A pesar de esto, distingo, en filosofía, lo individual, lo particular y lo universal y digo que hay sustantivos universales (diversos y diferentes). Parece que argumentara contra mis propias tesis. No: digo que es posible decir universo del español y español del universo: estos dos sintagmas acotan el sentido original de la palabra universo, y la hacen fiable en el sentido que aquí la uso.

            El universo del español está formado por una comunidad lingüística en la que se distinguen diversos dialectos, una rica y variada polifonía. Esta comunidad lingüística se halla dispersa por el planeta: está en las dos orillas del Atlántico y en cuatro continentes. Los hablantes del español habitan en Europa y en América, en África y en las islas de los mares del sur. El noventa por ciento de los hablantes del español vive en América. Por supuesto, el habla de la península ibérica difiere del habla del Río de la Plata y ésta se distingue del habla de México y el Caribe. A pesar de estas diferencias, se puede y se debe hablar de la unidad a un tiempo que de la diversidad del español, digo, de la unidad de lo diverso, ya que, cuando Leibniz elevó el principio de los indiscernibles, hizo saber que no hay, en este mundo, inexorable e incomprensible, eventos exactamente idénticos entre sí y que, en tanto que una “A” es idéntica a sí misma, de igual manera, esta “A”difiere de las restantes “As”. Nada hay estrictamente homogéneo (ni en términos de la lógica ni en la realidad): cada “A”, en tanto que idéntica a sí misma, es, puesto que existe una infinita cantidad de “As”, un compuesto único, semejante a sí mismo y distinto a los demás, digo, una amalgama de elementos heterogéneos. La semejanza de la variedadla unidad de lo diversola identidad parcial entre diferentes: he aquí, pues, una lógica moderna que acaso nos pueda ayudar a entender los problemas que levanto.

            Ofreceré algunas cifras y de ellas intentaré extraer ciertas conclusiones, sin duda ninguna provisionales, una vez más.

            Así, diré que la comunidad lingüística del español está formada por más de cuatrocientos millones de hablantes, o sea, la suma de los habitantes de 22 (tal vez de 23, 24 y aún más) países en los que se habla la lengua española (en ciertos de ellos en forma minoritaria, como en Andorra, Belice o Guam). Si a tal cantidad le restamos los niños menores de 5 años, es decir, los niños que están en proceso de adquirir el español como su lengua materna, la comunidad lingüística se reduce un tanto y acaso llegue a 330 millones de hablantes. Repito: esa comunidad lingüística está formada por una variedad de hablas y de dialectos, de modo que el español, como el universo, según nos hacía saber Nicolás de Cusa, es una esfera de radio infinito que tiene su circunferencia en todas partes y su centro en ninguno.

            Precisaré algunas cifras. Si bien el noventa por ciento de los hablantes del español radica en América, una cuarta parte de esos hablantes es de México o tiene por origen nuestro país. Esto indica que uno de cada cuatro hablantes del español es mexicano y que, por lo tanto, México es, por lo que toca a la masa fónica de sus hablantes, el país que domina la lengua española. No nos engañemos, sin embargo: México es un vasto concierto de sonidos. Los hablantes de las costas tienen acentos que los distinguen de quienes habitan en el altiplano; los del noroeste difieren de quienes habitan la península de Yucatán. Por si lo anterior fuera poco, añado que en diversas regiones de México se advierte la presencia del habla de alguna etnia amerindia, así que el mapa lingüístico del español en el México moderno no es, en modo alguno, homogéneo.

En la actualidad, según los datos que ofrece el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI), existe una alta cantidad de hablantes de lenguas amerindias. Se acerca a los diez millones (si se toma en cuenta la totalidad, o sea, pues, sin excluir a los menores de 5 años), de acuerdo con datos que corresponden al año de 2005. Querría decir que casi la décima parte de la población de México es indígena, habla una lengua indígena o es hablante bilingüe (de español y náhuatl; de español y maya; de español y purépecha; de español y otra lengua amerindia; o trilingüe: al cruzar la frontera con Estados Unidos, en muchos casos aprende el inglés).

De acuerdo con datos del INALI, en México existen once familias lingüísticas amerindias; 68 agrupaciones lingüísticas (que se corresponderían con el concepto tradicional de lengua) y, por último, 364 variantes lingüísticas. Por consecuencia, me atrevo a levantar una proposición políticamente incorrecta: hoy por hoy, existe en México un número mayor de hablantes de lenguas amerindias que en los días de la conquista y la colonización llevada a cabo por las huestes de Cortés. Empero y al propio tiempo, la población que habla alguna lengua indígena ha disminuido, en relación con la población total del país. Daré cifras redondas: hacia finales del siglo XVIII el 60% de los habitantes de Nueva España era indígena (tres millones sobre un total de cinco millones de personas). A fines del siglo XIX, la proporción se había reducido y sólo una cuarta parte de la población hablaba una lengua indígena (3 millones 750 mil sobre 15 millones de habitantes, o sea, el 25%). En cambio, hoy, como lo dije, esta proporción oscila entre el 7 y el 10% en relación con un total que ya supera los 110 millones de personas. Cifras, desde luego, inciertas: difieren los datos del censo de 2010 de los que ofrece el INALI, los más confiables.

            Volvamos atrás. Según algunos demógrafos estadounidenses, el total de la población originaria de lo que se da en llamar Mesoamérica (espacio que va del sur del actual estado de Sinaloa a Guatemala y Honduras), era de 25 millones (cantidad que el país alcanza sólo hacia 1940). Sin embargo, cuando se hace el primer conteo de la población amerindia (aproximado, desde luego), treinta años después de la conquista de México–Tenochtitlan, se alcanza la cifra de dos y medio millones de habitantes. ¿Cómo explicar la diferencia abismal entre una cifra y otra? ¿Por qué en escasos treinta años la población disminuyó en el noventa por ciento? De ser cierta esta tesis, la población amerindia de Nueva España no habría sido diezmada sino brutalmente aniquilada: habrían muerto no una sino nueve de cada diez personas en un lapso en extremo corto. Lo pongo en duda: mortandad semejante no se ha producido ni siquiera en las grandes guerras mundiales del siglo XX.

¿Cómo pudo haber tantos muertos? Se acude como explicación viable a la epidemia de viruela, traída por los españoles a Nueva España: está documentada la muerte de Cuitlahuac, penúltimo tlahtoani (o cacique, para usar la voz caribe) del señorío mexica, como efecto de la viruela. Pero ese dato, ¿basta como prueba? (Se olvida que América proporcionó a Europa la sífilis, enfermedad más violenta que la viruela.) También se sostiene que murió una gran cantidad de indígenas, porque fueron obligados a trabajar en las minas. Ni siquiera me atrevo a ponerlo en duda. Empero, eso demostraría que murieron varones adultos, nunca mujeres ni niños.

            De igual manera, se nos ha dicho que la población de la ciudad de México–Tenochtitlan llegaba a la cifra de 300 mil habitantes, sin que se pueda explicar de qué modo podría caber ese enorme número de habitantes en el pequeño islote del lago, de apenas nueve hectáreas y media y que estaba ocupado en su mayor parte por el gran teocalli (casa del dios): una vasta plaza rectangular en cuyo centro se elevaba la pirámide de Huitzilopochtli (Colibrí zurdo Colibrí de la mano izquierda) y Tezcatlipoca (Espejo humeante). Lo cierto es que los miembros de la etnia mexica, en su mayoría, se dedicaba a la agricultura y habitaba las riberas del lago, en casas elevadas al lado de sus sementeras. Es necesario decir que la ciudad de México sólo alcanzó la suma de 300 mil habitantes al inicio del siglo XX, una vez desecados los lagos y con edificios de varias plantas. La ciudad de México–Tenochtitlan era, en la realidad, además del centro ceremonial y ritual del pueblo mexica, un gnomon, un vasto reloj astronómico que indicaba con toda exactitud el tiempo de los solsticios y los equinoccios: el templo mayor y las pirámides que lo rodeaban fueron hechas de acuerdo con el movimiento aparente del Sol en la bóveda celeste: su encuadre era perfecto, según lo muestra la investigación arqueoastronómica reciente.

El espacio sagrado del templo era determinado por el muro rectangular: límite del recinto en exacta correspondencia con la bóveda celeste: se sobreponían tres espacios; la superficie de la Tierra (tlaltípac), el cielo y el inframundo. ¿Debo recordar que el trazo del templum romano era hecho por el augur, para separar el espacio sagrado del profano? El espacio sagrado del centro ceremonial de México–Tenochtitlan, como el de cualquier otra gran ciudad mesoamericana, era trazado por el sacerdote, igual como se hacía en los pueblos de Europa (en Grecia y en Roma) en etapas homotaxialmente semejantes a las que se corresponden con el desarrollo de los pueblos mesoamericanos.

            Lo que estimo probable es que la población total de Mesoamérica alcanzara unos dos millones y medio de personas, según he dicho; que la etnia mexica llegara a 50 mil personas; que en el centro ceremonial de México–Tenochtitlan se alojaran funcionarios, sacerdotes y familiares del tlahtoani (el que habla con autoridad, el señor, el cacique) en una cantidad cercana a las 2 mil personas ya que el cultivo del maíz en Mesoamérica proporcionaba media tonelada por hectárea (ahora existen predios agrícolas altamente tecnificados que dan 18 toneladas por hectárea). Insisto: el país tuvo 25 millones de habitantes sólo hacia los años cuarenta del siglo XX, ya con mejores técnicas de cultivo.

            ¿A dónde quiero conducir mis argumentos? Hablo desde un cierto espacio no sólo geográfico sino lingüístico. Mi lengua materna es el español, sin duda, pero es el español de México, lleno de matices que vienen lo mismo del indoeuropeo que de las lenguas yuto–nahuas o de las lenguas del Caribe. Fenómenos que provocaron un fuerte impacto a los europeos en el Caribe entraron en el español: incorporados a nuestra lengua, aún se guardan en ella. Voces de las islas (pongo por caso, maízcanoapiraguabohíocaciquehuracánhamaca) pertenecen a la lengua española que nos es común. A su vez, voces de la lengua quechua se incorporaron al español de América del Sur y arraigaron en el Río de la Plata. Por ejemplo, en Argentina se usa una palabra quechua, tambo, para designar lo que en otros países americanos recibe el nombre de establo; la estepa se llama pampa, voz quechua también; la granja es chacra, otra voz quechua. Un arcaísmo, que se deriva del latín, nombra en Argentina lo que en el resto de la América hispánica se llama rancho o, llanamente, lugar: pago (de pagus, aldea, voz que produjo pagano: campesino o aldeano que se resistía a la cristianización). Pago no se usa en ningún otro país de América, hasta donde sé, pero se guarda en la península ibérica como nombre propio de estancias: por ejemplo, Pago de Carrovejas. En México existe en forma de apellido: Pagés. El desarrollo de las lenguas sigue cauces extraños. De pagus se formó, en el francés, pays; del francés lo adoptó el español: produjo paíspaisano y paisaje. En México, profesores y alumnos escriben sobre pizarrón, con gis (del latín gipsum y éste, a su vez, del griego guyoV, yeso; en cambio, en España se utiliza la voz tiza, de origen náhuatl (que viene de tiçatl, greda). En Argentina, tal vez por derivación desde la península ibérica, también se escribe con tiza: un préstamo del náhuatl que ha cruzado dos veces el Atlántico, en un sentido y en otro.

            Las relaciones entre los pueblos hispanoparlantes han evolucionado en una dirección muy clara en los años recientes. Tras de la independencia de América, la Real Academia Española (que el próximo año habrá de cumplir su tercer siglo de vida: fue fundada en 1713) promovió la formación de academias correspondientes en el continente americano. En 1951, la Academia Mexicana de la Lengua convocó al I Congreso de Academias de la Lengua Española, con los auspicios del gobierno de la república. De allí nació la Asociación de Academias de la Lengua Española, que en el 2014 habrá de celebrar, en México, su XV Congreso. A partir de entonces, los vínculos entre las academias conocieron un giro decisivo: ahora los acuerdos se adoptan por consenso y las academias se hallan en un plano de igualdad. Desde luego, es necesario reconocer que la RAE es primus inter pares y que es reconocida como nuestra hermana mayor. Así, quisiera agregar que la Academia Mexicana de la Lengua ha puesto en marcha el proyecto llamado Corpus Diacrónico y Diatópico del Español de América (CORDIAM), que se propone indagar por la evolución del español americano, desde finales del siglo XVI hasta el día de hoy y desde Chile y Argentina hasta México y Estados Unidos. Hace poco más de treinta años, la RAE inició un proyecto semejante (CORDE), que rastrea la evolución del español en la península ibérica: es el ejemplo que ahora seguimos. CORDIAM es coordinado por Concepción Company, académica de número de nuestra corporación y en esa tarea la acompaña Virginia Bertolotti, investigadora uruguaya.

            Lo que intento poner en relieve es que la lengua española se enriqueció con las aportaciones de las lenguas amerindias y que éstas, a su vez, se contaminaron rápidamente con las voces y el régimen del español. Surgió una fusión de voces y una confusión semántica que produjo palabras y formas de pensamiento inéditas. Pronto, en Nueva España surgió una profusión de topónimos en los que se unieron las palabras españolas con las amerindias. Nació de súbito un conjunto de nombres del santoral cristiano asociados a voces nahuas, mazahuas, zapotecas. Los lugares fueron rebautizados por los frailes y hubo un San Juan, pero con apellido náhuatl: San Juan Teotihuacan. Se multiplicaron los pueblos con el nombre del santo patrón de España unidos a un apellido amerindio; así se ubican con precisión un Santiago Yeche, un Santiago Ixcluinta, un Santiago Atenco. También nacieron un San Miguel Zapotitlán, un San Miguel de Culiacán, un San Pedro Tlaquepaque, un San Nicolás Totolapan, un San Andrés Tuxtla, un San Bartolo Naucalpan. Las voces nahuas, por regla general de acentuación grave, se volvieron agudas o esdrújulas. Teotihuacan se dijo Teotihuacán; Coyohuacan se volvió Coyoacán; Mexco (Meshco) se hizo, a los pocos años, México (lo hallamos en el poema de Bernardo de Balbuena, Grandeza mexicana, en un endecasílabo yámbico perfecto, acentuado en la sílaba sexta: “De la famosa México el asiento…”).

Los españoles convirtieron voces nahuas que no les era posible pronunciar en otras palabras, extrañas: Cuauhnahuac (Junto al sitio del águila) se transformó en un topónimo aceptable para el habla de los peninsulares y se dijo Cuernavaca; el dios solar del panteón mexica, Huitzilopochtli (lo dije: Colibrí de la mano izquierda o Colibrí del Sur) se volvió un incomprensible Huichilobos; el nombre del último tlahtoani del señorío mexica, Cuauhtemoc (Águila que desciendeSol del atardecer), se hizo Guatimozín; Motecuhzoma (Señor airado) fue transformado en Montezuma (así los escriben, en Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Bernal Díaz del Castillo o en Cartas de Relación, Hernán Cortés). Se advierte: los españoles no repararon en la carga semántica de las voces que oían, sino tan sólo en su fonía. De tal suerte, la cultura y la religión, la cosmovisión de los pueblos amerindios se les ofreció en bloque como una realidad demoníaca o idolátrica. Apenas un Andrés de Olmos o un Bernardino de Sahagún fueron capaces de captar, admirar y desde luego combatir los valores simbólicos y semánticos de los códices. A la mayor parte de los conquistadores les fueron vedados los valores míticos de la cultura náhuatl.

Había de ser así: la nueva realidad americana fue asimilada a la realidad que los conquistadores conocían y que les era familiar, tanto desde el punto de vista de la cultura como de su posibilidad fónica. Cortés denomina siempre a las pirámides y los templos mexicas con una de estas dos voces: los llama cúes, palabra que viene del Caribe o los designa con otra palabra, sin duda alguna sintomática: mezquitas. Los rituales mexicas fueron asimilados a lo extraño, a lo enemigo y se identificaron con la religión musulmana. Por eso debían ser suprimidos.

¿Hacia dónde voy? ¿A qué lugar conduzco mis argumentos? Pertenezco a un toposlingüístico determinado. Ya dije que era un hablante del español; añado que, por lo mismo, hablo una lengua universal. Sin embargo, hablo esa lengua desde un lugar (geográfico y lingüístico) preciso: el dialecto mexicano del español. Indico de este modo que mi habla está contaminada por una realidad cultural específica. Soy occidental del Extremo Occidente, no cabe duda. Esto significa, al menos para mí, que la lengua en la que me expreso es una lengua universal, llena de matices, que provienen de mi condición americana. Diré más: la lengua española me pone en contacto con todos los hablantes al otro lado del Atlántico y con mis hermanos de la América hispana. Por si lo anterior fuera poco, el español me comunica con el mundo: el español es una de las cinco lenguas oficiales de la ONU y de la UNESCO. El español de México es, además, la lengua en la que se comunican los amerindios entre sí, en la medida en que les resulta imposible adquirir 68 lenguas diversas.

Ahora bien, conviene decirlo, existen diferentes maneras de establecer una fusión, especialmente en el caso de las lenguas y las culturas. No se produce nunca, en estos casos, una mera suma de elementos opuestos. En la medida en que lengua y sociedad, lengua y cultura, son organismos vivos y en constante movimiento; en la medida en que aquello que se recibe se asimila en un cuerpo y una cosmovisión determinadas (determinadas en última instancia por el poder mismo del lenguaje), cada producto de cultura y de lenguaje asume características propias.

En el gran tronco de la cultura occidental en el que nos insertamos, hoy, los hispanoparlantes del México moderno, se presentan profundas diferencias en los sistemas de fusión cultural. Por una parte, los hispanohablantes mexicanos hemos asimilado algunos aspectos del habla y la cultura de los pueblos amerindios. Eso se advierte igual en nuestra cocina que en nuestras formas de expresión. En un viejo texto, he dicho que el grafema x representa en México varios fonemas, a diferencia de lo que sucede en otros países hispanoparlantes; que, por lo tanto, es un síntoma que, como todo síntoma, revela algo que estaba oculto. Así, el grafema x reproduce, en México, cuatro fonemas distintos; por un lado, el sonido tradicional que une la k (kappa) y la s (sigma), en voces de origen latino: éxitoexamenextraño; por otro, el fonema fricativo sordo del grafema s, como en el topónimo de Xochimilco (Lugar de flores); en tercer lugar, el fonema que en el inicio reproducía el sonido complejo o doble sh: pongo por caso el topónimo Xola (se dice Shola), o el gentilicio mexica (se dice meshica); por fin, el fonema velar, sordo y fricativo que se asimila a la j (jota), en voces como México (Méjico), Xavier (Javier),  Oaxaca(Oajaca) o Xalapa (Jalapa).

En la primera mitad del siglo XVI, los frailes reprodujeron, con el grafema x, el valor del fonema complejo sh. Si hoy se dice México, por aquel entonces se decía Méshico o, mejor, Meshko. Por esto, el grafema x en el nombre de México constituye un síntoma, revelador tal vez, de la cultura mexicana actual: en un 15 %, el habla y la cultura amerindia fue asimilada por los hispanoparlantes del México moderno.

Ocurre lo inverso entre los pueblos amerindios. En ellos, la lengua española y su cultura se incrustan en cierta proporción, variable según el caso, en su sentido del mundo y en su habla. Coras y huicholes, por ejemplo, celebran la Semana Santa cristiana. Pero su manera de celebrarla, en un templo edificado al estilo occidental en el que están ausentes los sacerdotes católicos, nada tiene que ver con el ritual de la pasión de Cristo. Lo que se celebra es el nacimiento y la muerte del Cristo–Sol, perseguido por los astros: el ritual es semejante al que ocurría en el templo mayor de México–Tenochtitlan, cuando los Centzonhuitznahuac (los Innumerables del Sur, o sea, los astros) perseguían al Sol, es decir, a Huitzilopochtli, para darle muerte. El fenómeno es ritual: todos los días, el Sol muere al anochecer. A la inversa, todos los días, al amanecer, el Sol degüella a su hermana, Coyolxauhqui, la Luna, y mata a sus hermanos, los astros, a los que se les da el nombre de Innumerables del Sur. Coras y huicholes desean que el mundo siga vivo; por esa causa lo alimentan con la sangre de aves y otros animales. Lo propio ocurría en la cosmovisión mesoamericana. Lo que intento subrayar es que ciertos rasgos de la cultura occidental y cristiana se incorporaron al tronco mental de los pueblos amerindios, vivos todavía, mientras que, a la inversa, algunos aspectos de la cultura y el habla mesoamericana han sido asimilados al carácter y el habla de los hispanohablantes mexicanos modernos.

Pondré ejemplos sencillos, relativos a la cultura culinaria y el vestido. Los pueblos mesoamericanos, en la época prehispánica, disponían de tres maneras de separar (me valdré de los términos de Claude Lévi-Strauss) lo crudo y lo cocido, la naturaleza y la cultura: los alimentos (las carnes y las verduras) se hervían (o se cocían en agua); se asaban directamente en el carbón o el fuego o, por último, se ponían en hornos de tierra, cubiertos con piedras, ramas y leña. Los pueblos de la América prehispánica no usaban grasas, ni vegetales ni animales. Hoy, en cambio, las usan con profusión: han asimilado ese rasgo de la culinaria europea. Lo mismo sucede con su vestimenta. Por ejemplo, en los Altos de Chiapas, tzeltales y tzotziles, hablantes de lenguas derivadas del maya clásico, se visten con ropas de lana, que desde luego proceden de borregos, animales europeos que eran desconocidos por los americanos originales.

Veamos ahora lo que sucede en otro espacio cultural americano, en el Perú. Allí hallamos un fenómeno lingüístico y cultural, semejante al que he descrito en la Nueva España. El caso tal vez más relevante sea el que corresponde a un autor que no sé si llamar cronista, historiador o mitólogo, Phelipe Guaman Poma de Ayala. Para entender cabalmente lo que hallamos en su libro, extraordinario por tantos conceptos, Nueva coronica i buen gobierno, escrito en los años que corren de 1583 a 1615, es necesario acudir a un sistema de comparaciones. El cosmos descrito por Guaman Poma es similar al que encontramos en el Génesis bíblico, por una parte, y en el Mito de los Cinco Soles, de la cultura náhuatl, por otra.

Guaman Poma es un indio, ladino o latino, que escribe en el español del siglo XVI; desde un ángulo étnico, es un quechua puro, occidentalizado empero desde el ángulo cultural. Hispanizado e híbrido, Phelipe Guaman (halcón) Poma (puma, león americano) de Ayala domina el español. Su libro es un códice híbrido o mestizo: en sus páginas impares hay siempre un dibujo que acusa influencia de la perspectiva occidental; en sus páginas pares, un texto habla los dibujos. Cada página de texto traduce dice el dibujo. Así como, a la vista del códice náhuatl, se desata el torrente verbal del tlamatini (el sacerdote o sabio mexica que recita lo que está “escrito” en la pintura), los dibujos de Guaman Poma desatan la memoria de quien los escribe; esos relatos poseen vida: tienen la misma función de los quipus incaicos y de los códices: desatar el torrente verbal del sabio, que recuerda el himno sagrado.

El texto de Guaman Poma guarda una estricta semejanza estructural con el mito nahua de los Cinco Soles. Nueva coronica i buen gobierno se abre, tras la carta a Su Majestad, Felipe III y el prefacio, con el relato de la creación del mundo. En ese punto sigue la secuencia del Génesis bíblico y se apoya en el Viejo y en el Nuevo Testamento. Si se limitara a la repetición servil de la Biblia, el relato de Guaman Poma carecería de interés; pero no es así. Desde las primeras páginas, se halla en el texto del cronista incaico algo insólito. Guaman Poma interpreta la creación que se halla en el Génesis (la creación del mundo y la creación del hombre) mediante un sincretismo, con las categorías propias o con las estructuras mentales de la cultura quechua, de la que proviene.

No existe allí narración lineal de los hechos, como en la Biblia; la diégesis es alterada y las cosas ocurren de acuerdo con cinco etapas (cinco soles). Aunque en el texto se diga que “Dios crió al mundo en seys días” y se repita lo mismo que en el Génesis hebreo, inmediatamente después se expresa en términos míticos, digo, en los términos de la mitología incaica. Los “seys días” bíblicos se vuelven cinco eras cosmogónicas. Describe “El primer mundo/ Adán, Eva… en el mundo” y añade que fue “la primera generación del mundo”. Luego llega “El segundo mundo/ de Noé” y en esa “segunda edad del mundo” hubo “tenblor de la tierra y el toruellino que trastornaua los montes” y “siguiose aquel ayre delgado en que uenía Dios”. Luego llega la “Tercera edad del mundo”, que va “desde Abrahán”; la “Quarta edad” inicia “desde el rrey Dauid”. Por último, y no podía ser de otro modo, se llega a la “Quinta edad del mundo”, que arranca “desde el nacimiento de Nuestro Señor y Saluador Jesuchristo”. A partir de esta quinta y definitiva edad, situada en el orbe europeo, el relato se desarrolla según la cronología romana: César, Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio, Nerón… Sin embargo, en esta historia surge una cierta, una leve torsión de sentido: no sólo nace Jesucristo sino, dice Guaman Poma, “En este tiempo de las Yndias desde el primer Inga Manco Capac rreynó y comenzó gobernar sólo la ciudad del Cuzco”.

Lo que intento destacar es la asombrosa fusión de la cosmovisión inca y la cultura occidental. Se trata del caso más claro de una mentalidad híbrida, española y amerindia a la vez. El relato bíblico avanza en paralelo completo con el relato de la generación en “las Yndias”. Un relato sucede en la Europa pre y postcristiana; el otro, desde luego, en Perú. La “Primer generación de yndios” será la de Uari Uira Cocha Runa (el “primer yndio de este rreyno”), que coincide con “los que salieron del arca de Noé”. La “Segunda edad de yndios” será la de Uari Runa; la tercera, la de Purun Runa; la cuarta, la de Auca Pucha Runa y la quinta habrá de corresponder al señorío de los incas.

La narración mítica del Génesis bíblico es asimilada por Guaman Poma a las estructuras, míticas también, del pensamiento quechua, acaso sin que él mismo lo advierta del todo. Tanto en la Biblia cuanto en el relato de Guaman Poma, igual en Europa que en Perú, hallamos cuatro etapas, previas, de la formación del mundo, hasta que llegamos a la quinta y definitiva (como sucede en el mito náhuatl de los Cinco Soles). El cronista quechua organiza la sucesión de las generaciones bíblicas de manera que obtiene un resultado insólito: hacer que el quinto Sol o quinta edad en el desarrollo del cosmos coincida con el nacimiento de Jesucristo que, a su vez, coincide, en el Cuzco, con el señorío civilizatorio de los Incas. Así, Guaman Poma sobrepone dos generaciones y dos espacios míticos por completo distintos: de un lado, el europeo; de otro, el americano, el inca. Esa extraña “quinta edad” que se da en Europa cuando nace Jesucristo, se enlaza con la quinta edad del Cuzco, cuando Colón llega a tierras americanas y los españoles dan muerte al Inca Atahualpa. En ese momento, Guaman inicia otro relato, con la “nueva creación del mundo”, o sea, con la creación incaica, la creación mítica del mundo.

Hacia el final de este libro monumental, hallamos algo que no puede menos que provocar un inmenso asombro: un “Mapa Mundi de las Yndias”. En él, “todo el rreyno” de los Incas se divide en cuatro partes más un punto central, el ombligo, el axis mundi: ese centro simbólico es la ciudad de Cuzco. El Mapamundi semeja una isla enorme trazada desde los ojos del Sol, quiero decir, desde el oriente. Si lo vemos con mirada occidental, en la parte superior se halla, como he dicho, el oriente (no el norte): allí se sitúa “arriua a la montaña hacia la Mar del Norte Ande Suyo”. A la izquierda del punto oriental, se halla por lo tanto la región sur: “donde naze el sol a la mano esquierda hacia Chile Colla Suyo”. Luego, “A la mano derecha al poniente del sol”, en el punto cardinal que corresponde al norte, está Chinchay Suyo y, por último, al poniente, hacia el océano Pacífico, “hacia la Mar del Sur Conde Suyo”. El conjunto, las cinco porciones de la superficie terrestre o el ”Rreyno de los Incas”, se llama Tawantin Suyo. Esta visión mítica del mundo, este mapamundi que tiene por centro simbólico al Cuzco, corresponde a la visión mítica de los mesoamericanos, tal como la encontramos en el mito de los Cinco Soles. Advierto que el mapamundi de Guaman Poma guarda una estrecha relación con la Piedra del Sol o Calendario Azteca. En ambos, todo está visto desde los ojos del Sol: el Sol, Huitzilopochtli, un ser viviente, sale de las fauces de la Tierra, y nos acecha. La Piedra del Sol es un organismo vivo; no es una escultura que el espectador occidental observa; es, ella, un ser que vive: el Sol nos mira y desde su mirada, el oriente, desde donde nace día con día, nos acecha y sube al cenit, que es también la cúspide de la pirámide.

Nosotros, americanos hispanoparlantes, somos herederos de una cultura híbrida que, sin embargo, busca integrarse al espacio global de nuestro planeta. El español es una lengua universal no sólo por el número de sus hablantes. Disputa con el inglés ser la segunda lengua del planeta, después del mandarín. El español es una lengua universal, por encima de otros rasgos porque, en el concierto mundial de las lenguas que hay en la Tierra (más de 3 mil según estadísticas recientes), es una lengua escrita y posee una gran literatura. Existen 78 lenguas que disponen de un sistema de escritura, alfabético o no, entre las miles que pueblan el planeta.

La reproducción gráfica del sistema articulado de sonidos que constituye la lengua proporciona lo mismo ventajas que desventajas. El tránsito de la oralidad a la escritura no ha hecho que ésta desaparezca. Por el contrario, los seres humanos nos comunicamos aún por medio de vastos sistemas orales. Pasar de la oralidad a la escritura ha hecho que el pensamiento se vuelva rígido, que pierda los matices propios de la expresión oral (acentos, gestos, movimientos enfáticos de manos, labios y rostro), pero también le ha dado un carácter sólido y permanente, que nos ha permitido conservar expresiones que, antes, sólo podían ser guardadas en la memoria, traidora siempre y oscilante. De las aladas palabras que recogía Homero, aquellas voces que salían del cerco de los dientes, hemos avanzado hasta vincular el sonido y la grafía. Lo que avanzaba por el aire y se perdía en el aire, ha podido ser transformado en signo plástico: el tiempo se ha congelado y se ha vuelto espacial.

Consideremos lo siguiente. El español posee 400 millones de hablantes en números redondos; el portugués tiene 300. Empero, la lengua portuguesa sólo ha obtenido, y en fecha reciente, un Premio Nobel de Literatura; el español en cambio, ha recibido el 10% de los premios Nobel de Literatura (once sobre 110). Nada importa que unos escritores sean peninsulares y otros americanos: todos ellos pertenecen y se expresan en el español del universo. En este sentido, el español es una lengua universal. Mi español, mi dialecto mexicano del español me hace entrar en contacto con el universo, el universo de una lengua que se halla en total expansión.

Muchas gracias.

Para leer la nota original, visite: http://www.youtube.com/watch?feature=player_embedded&v=-aSROygsolQ

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