Poema del día

Siete poemas para esta semana. Selección de Felipe Garrido

Lunes, 30 de Octubre de 2023
Por: Felipe Garrido

Un poema al día, para que quienes puedan se lo pongan encima y lo atesoren en la memoria.

 

Lunes

Nocturno de la Calzada Madero
A Roberto Vallarino

Aquesta viva fuente que deseo,
en este pan de vida yo la veo,
aunque es de noche.
San Juan de la Cruz

No le temo a los perros que me saludan
en el fondo de la noche
como niños hambrientos de luna,
con aullidos de alucinante sombra
y enamorado viento de las esquinas.
Porque mis días se han levantado
contra una ciudad enjoyada de mendigos,
circos donde la razón atraviesa aros de fuego,
piramides con sacerdotes adorando la cifra y el puñal.
Y donde ciertas desnudeces de cantera
--imitadoras del pulso de Miguel Angel—
se alzan virtuosas de muslos y de pechos
en el centro de la plaza pública,
pero con una mueca de asombrada Medusa,
ya vuelta piedra por el destello del espejo
arrullado por el terror, transparente
como la respiracion de los ciudadanos,
cuando corre un alcohol dividiendo la sangre
de otras ninfas de cintura anochecida.
y donde los frutos de un follaje centenario
altos y eléctricos
se debaten
como un galeón anclado por un tonelaje de peste
contra el aire podrido de fábricas y tubos oxidados,
cuando ya silba el maguey de filosa punta
--violenta ceniza desde la orilla del siglo—
por los desiertos del norte:
helado y sonoro monzón de la sierra
hinchando la carpa de una comedia desconocida.
Y porque los pasos de la bellísima
resuenan como cascos de caballo en mi memoria,
casi trayéndose espectros de carretas tristes
y elegantes sombreros de ala tuteadora
a este bulevar, hasta aquí,
donde el resplandor de su nuca lejana y dormida
ya baja por mis hombros, se instala como una canción
en el centro de mi pecho cerrado,
hasta el pozo de tiempo de mi corazón.
De este corazón que limita al norte
con esa madre loba de dulce camada,
y al sur, un poco al poniente,
hacia los bares
donde el miedo también sueña,
y la vida modorrea con la mejilla rasurada
contra el piso vomitado de la cantina,
junto a los ciegos que palpan la música y la moneda
frente a vitrolas luminosas como dentadura de calavera.
Allí donde la puta, el califa y el maricón
se deslizan orgullosos de su techo de estrellas,
como una corriente afiebrada que va puliendo las mesas,
el vidrio turbio de las botellas
donde respiran rumorosas abejas,
orillan la espuma de la cerveza
y levantan burbujas hasta el ojo ebrio,
que revientan con el tambor y las maracas
si dos bailarines se tallan
entre el viento dorado de una cumbia.
En el sitio donde enviuda siempre el filo de los puñales,
cuando un vértigo de águila o mosca
entra en la noche,
como el aciago brillo de aquel farol.
§ Creo en los sacrificios sobre la piedra oficial
donde la pupila de los policías se contrae
siseando madrugadora la sangre en la cuneta
al tibio encuentro con la tinta de los periódicos.
El Señor de las Leyes --harto como un gusano—
se entroniza, y a su mirada ciega
responde la ciudad entera
con un silencio de cementerio.
Un rojo de semáforos late en mis sienes.
Allá, donde se empieza a abrir el horizonte,
silba un tren fantasma, chispean fuego sus ruedas,
como incendiando un tiempo de catedrales profanadas:
no le temo a los perros que me saludan
en el fondo de la noche.

Monterrey, 1983

Samuel Noyola (1965)
Antología general de la poesía mexicana.
Poesía del México actual.
De la segunda mitad del siglo XX
a nuestros días.
Selección, prólogo y notas
de Juan Domingo Argüelles.
Océano, México, 2014.

Martes

Un rasgo de la eternidad

El arte del toreo es una ocupación que conjuga la violencia y la sobriedad, la ira y la ternura, el pecado y la tentación. Contra el desborde, el diestro aplica la continencia; contra la furia, la proporción; contra el desplazamiento, la quietud; contra la celeridad, el reposo. En armonía con el recorrido del toro, la línea curva de los lances ayuda a provocar la turbación del ánimo. De su unidad brota la estatua de un instante regio por la mano vigorosa del lidiador que no cede terreno a lo que transcurre ni se abandona al viento de lo efimero, sino que dibuja el trazo duradero que transforma la brutalidad en emoción y la rudeza en medida.
A nada es comparable complacerse hondamente con la imagen demorada, casi inmóvil, de una lenta ejecución de la verónica o el pase natural. El tiempo detiene de pronto su carrera y hace surgir, como acontece con toda legítima obra artística, la vibración intensa de lo bello. Torear significa, entonces, tocar un rasgo de la eternidad.

Alí Chumacero (1918-2010)
Tauromaquia mexicana, imagen y pensamiento
Textos de José Alameda, Raúl Anguiano, Juan José Arreola, José Luis Cuevas, Alí Chumacero, Leonardo Páez, Tomás Pérez Turrent, Carlos Prieto, Rafael Ramírez Heredia, Luis Rius, Ignacio Solares, José Solé y Xavier Villaurrutia,
Coordinador. Heriberto Murrieta. UNAM, México, 2004.

Miércoles

En la orilla del silencio

Ahora que mis manos
apenas logran palpar dúctilmente,
como llegando al mar de lo ignorado,
este suave misterio que me nace,
túnica y aire, cálida agonía,
en la arista más honda de la piel,
junto a mí mismo, dentro,
ahí donde no crece ni la noche,
donde la voz no alcanza a pronunciar
el nombre del misterio.
Ahora que a mis dedos
se adhiere temblorosa
la flor más pura del silencio,
inquebrantable muerte ya iniciada
en absoluto imperio de roca sin apoyo,
como un relámpago del sueño
dilatándose, cándido desplome
hacia el abismo unísono del miedo.
Ahora que en mi piel
un solo y único sollozo
germina lentamente, apagado,
con un silencio de cadáver insepulto
rodeado de lágrimas caídas,
de sábanas heladas y de negro,
que quisiera decir: “Aún existo”.
Comienzo a descubrir cómo el misterio es uno
nadando mutilado
en el supremo aliento de mi sangre,
y desnudo se afina, agudiza su sombra
para cavar mi propia tumba
y decirme la fiel palabra
que sólo para mí conserva
escondida, cuidada rosa fresca:
“Eres más mío que mi sombra,
en tus huesos florezco
y nada hay que no me pertenezca
cuando a tientas persigo, destrozando tu piel
como el invierno frío de la daga,
el vaho más cernido de tu angustia
y el poro más callado de tu postrer silencio”.

Entonces me saturo de mí mismo
porque el misterio no navega
ni crece desolado,
como germina bajo el aire el pájaro
que ha perdido el recuerdo del nido allá a lo lejos,
sino que es piel y sombra,
cansancio y sueño madurados,
fruta que por mis labios deja
el más alto sabor y el supremo silencio endurecido.
Y empiezo a comprender
cómo el misterio es uno con mi sueño,
cómo me abrasa en desolado abrazo,
incinerando voz y labios,
igual que piedra hundida entre las aguas
rodando incontenible en busca de la muerte,
y siento que ya el sueño navega en el misterio.

Alí Chumacero (1918-2010)
Poesía
Prólogo de José Emilio Pacheco
FCE, México, 2008.

Jueves

Anoche, madre

Anoche, madre,
hace apenas unas horas.
Sin estar tu voz
ni tu mirada.
Una brisa de abril tocándome los dedos
en la tarde en que Dios parece amarnos.
Anoche, mamá,
al pasar de largo de tu cuarto.
Anoche,
de noche,
con noche primitiva.
Tu alma en el cometa
que corre por el cielo
y viene a detenerse
entre mis manos.
Sólo mujer,
sin haber nacido de tu carne,
de tus cuarenta y dos.
Sin haber cobrado un diente tuyo,
sin robarte ni un abrazo.
Anoche, Abi, en otro insomnio,
más grande que el tuyo
y más pequeño
que el amor que cabe entre mis sueños.
No sé por qué miré la foto en mi cartera
en donde tocas la guitarra
y eres la princesa de mis cuentos,
y me dormí abrazada de tu voz
y me olvidé de la ciudad
y sus demonios,
y me sentí tocada por el mar,
dentro del mar,
bajo tu sombra.

La piedra y el exilio

I
Ahora es que el sol
se desparrama
sobre la calle que lleva
al hospital donde nací,
un dos de abril.
Giran las aspas del abanico,
las puertas golpean en la tarde
y agazapados los rostros
esperan
como estatuas de sal
esperan,
pacientes,
noticias que no llegan.

II
¿Qué es esta levedad
entre mis brazos?
¿La santidad de las lágrimas
en la esquina de tus ojos?
¿El viento noble
entrando en la ventana
a las diez con veinticinco
del cuarto domingo de julio?
Un pedazo de mi corazón
tocado por la mano de Dios,
fragmentado, transfigurado
mientras dormida vas al sueño
acurrucada en mi pecho
que te siente lejana,
mi niña bonita, doncella casada,
palomita hermosa
de noventa y tres abriles.

III
Desde aquí te canto,
madre.
con mi piedra colgando al cuello
exiliada de la vida.
Hasta que mudes, palomita hermosa,
mi tristeza en paz.
Hasta que al vuelo de tus alas
se me vuelquen en flores los llantos
y mis pies me traigan de regreso.

La piedra y el exilio
Ofelia Pérez-Sepúlveda
Laberinto, México, 2021.

Viernes

A Sagrario

Pocos idiomas
tienen una palabra para nombrar
a una madre
cuyo hijo está muerto.
S1 yo pudiera acuñar esa palabra
tendria el peso exacto de la roca
que golpea la nuca y descalabra.
Los bordes de un molusco,
discontinuos,
con ángulos filosos.

Mi palabra sería un taladro
cuya broca se hunde hasta rozar
la negrura perenne del fondo de la Tierra.
Irregular como una
piedrita que se clava en el ojo,
entra hasta su raiz
y lo devuelve convertido en guijarro.

Sonaria recia, rota, arrebatada
como el serrucho
que amputa un cuerpo a un cuerpo.
No tendría piedad en sus vocales
ni consonantes dóciles,
hablaría con un sonar de agujas.
Seria imposible pronunciarla
sin romperse los dientes,
sin ahogarse en la saliva.

Palabra rencorosa,
llovizna inacabable
sobre tierra anegada.

Aprieto bien las manos,
clavo las unas en sus palmas
y recuerdo
y sé que duele ser
eso que ni siquiera existe.

Yanira García (1966)

Coda

Canto al pánico para acercarlo un poco al corazón.
Al miedo canto con toda la fuerza de mi luz desvalida.
Mi canción es un ramo de magnolias
encapotadas por la lluvia,
un coágulo de pétalos en el corazón.
Vivamos en paz, miedo.
Preferible pensar que hay propósito en ti
y en mí también.
Asomar el ánimo a la mañana limpia
y agradecer los compases serenos
de la aurora.
Dejar que mis ojos
floten hacia las nubes
descifrando siluetas
y no pensar en ti: vas cosido a mi piel
--a veces-- puedo sentir tu aliento al doblar una calle,
al caminar serena hacia las compras.
Preferiré avanzar haciendo caso omiso,
sin notar en mi paso la cadencia del tuyo.

Por eso te doy un canto y estos versos.
Ya empieza el frío,
ve y recorre el mundo con la brisa del norte.
Yo me ocupo de las cosas habituales que me distraen
de tu rostro de espada.
Amaso el pan,
limpio el jardín
y abono las flores que arribarán en primavera.
No importa si tienes otros planes,

yo esperaré siempre la prillavela
con sus geranios de pelambre estridente.
Aquí estaré con el pan en el horno
y las cortinas azuladas de sol.

Declaremos la paz,
también debes cansarte de la angustia
de tantos ojos juntos.
Son tiempos de dolor, son tiempos de peste y alboroto,
tal vez siempre lo han sido.
¿Para qué hundir las manos
en tus aguas salvajes y erizadas?

Yanira García (1966)
Todo lo que imagino es un derrumbe
Gobierno del estado de Puebla
Premio Nacional
de Poesía Germán Lizt Arzubide 2021
San Andrés Cholula 2022.

Sábado

Campanero
(Acapulco, Guerrero)
Para mi brother acapulqueño Antonio Salinas Bautista.
*
Lo mío, como las gaviotas del alba
contra la marea alta de la noche,
es repicar, taner,
sonar la bronce concavidad de las campanas
nomás dejar de soñar:
abandono la araña en seda de la hamaca,
sorbo un pocillo de café
y me persigno antes de halar
el memorioso cáñamo de los badajos,
la dura epiglotis del carrillón de la Catedral
de Nuestra Señora de la Soledad.

Al entrar a la nave de la iglesia me recibe
la cúpula del templo, ajena al tiempo
--añil campana de concreto—
y mis ojos rozan el mar en calma
de bizantinos azulejos.
Los ángeles y El Señor me acompañan
y ascienden por cielos moriscos
igual que los clavadistas hunden el cuerpo
en el vientre azul de La Quebrada.
Justo a las cinco, al escucharse el fugaz relincho
de la madrugada, el primer toque del alba,
froto la hoguera de las manos y hago tañer,
en seis repiques primero y luego en pausada trinidad,
las campanas.

Al despuntar el espeso calor del día,
los fieles jalan silencio con el lazo de su voz,
toda nudos de sal y murmullos que nublan,
con el sencillo badajo de los rezos,
el llamado a los maitines en el claustro.

Más tarde fumo tabaco frente al mar, a escondidas,
a la par de la espiral escalinata en ascesis:
exhalo niebla desde la esfera de la torre izquierda
--batiscafo auriazul--
y espero el sutil bullicio de los canónigos
en pasos que arrastran ropas
y ruidos de óleo.
Hordas de velas, tempestad de agua bendita, humaredas.
En hora de ofrendas repico las esquilas de las nueve:
así también el rebato a coro,
intercalando en serie los tañidos hasta el ángelus,
puntual como el toque de las doce,
mortalmente exacto.

Al caer la redonda y foránea luz del día,
arrastro el corazon sin cuerpo a su taner preterido,
el de animas,
que dobla dócilmente los badajos en mellizos toques,
suaves, roncos,
curvando el bronce triste que lame el aire
con lamento de campanas.

Repica el corazón su aorta, balbucea su válvula,
toca en solemne furia
su vital concavidad, vive otra vez
--campanila en el altar del pecho--
para tañer la sangre.

Salgo del templo, atravieso el zócalo y miro al sol morir
desde el kiosco:
globular pez hundiéndose en el mar,
albino y anémico niño.

La única musica que nunca cesa es el repiqueteo
de las olas en la bahia,
el llamado a muerte con badajos de arena
de las litúrgicas campanas del mar.
**
Campanas, suenan campanas.
Sonido como el de animal que se desangra, herido de bala.
Goteo, gotas de sangre metálica de un dios herido,
balas que caen desde el cielo,
gotas que llegan desde animales nubes armadas,
ubres de láctea y negra voz.
Relámpagos, gritos de antiguos pescadores
ahogados en el cielo.

Campanas.

Llueven, gotas de aire metálico rompen los tímpanos,
se estrellan contra pechos de arena, contra rostros de yodo,
contra la playa de concreto del zócalo,
relámpagos que incendian
y arrasan todo a su lánguido paso.

En esta ciudad de arena
el cielo está armado hasta los dientes,
las estrellas muerden las orillas de la noche
y rasgan sal y oscuridad.

Se rompe la fuente del cielo gris,
preñado por ángeles de polvo,
y ametralla con su lluvia a los pequeños dioses y demonios
que deambulan aquí,
cardumen de leprosos y semidesnudos
yendo y viniendo de la sombra a la sed,
desde las cariadas laderas de los cerros,
desde las avenidas Cuauhtémoc y Miguel Alemán
hasta llegar al mar,
y caminan todos en monólogo
con los tendones roídos por salitre.

Mujeres muertas por agua lamen el corazón podrido,
lo hacen zumbar.

Y otra vez, campanas.

Todo lo calcina el sol al poner su llaga en el cielo,
en los dedos sin manos, en las espaldas sin nombre,
tatuadas completamente por la carga,
con las nucas mordidas por el aire,
caldeadas por la sangre, ceñidas por el hambre.

Hace fuego aquí afuera y zumban las hogueras del pecho:
fuego redondo alimentado por la tañida hoz
de las campanas,
por su grito de sed lanzado al mediodía,
grito que se hunde como anzuelo
en la garganta del mar
e inunda con su limo de bronce
la caracola de los oídos,
los corazones sordos y quemados.

Bebo caté en el Astoria, justo bajo la nervazón
y los amplios y vegetales huesos
de un árbol de amate hecho de siglos,
de madera humana, de sangre y rumores,
de dulce sudor.
Las hojas en sepia y las ramas negras de su esqueleto
proyectan en el suelo una sombra por horas corpulenta,
por minutos raquítica,
sombra que tiembla con el goteo perpetuo
del segundero del reloj
y de las campanas de la iglesia,
benditamente sordas.

Pasan cuerpos anémicos oliendo a humo, a carne quemada,
a sangre quemada,
gotean sudor negro, un espeso sudor que escurre y araña
la plancha de hormigón del zócalo,
del que sale con furia un humano tsunami
que se estrella contra el mar,
hiriéndolo de oscuridad, manchándolo de sangre,
tiñéndolo de ecos,
llenándolo del goteo metálico de las campanas
que sangran gotas de mercurio,
que despiden desde su médula una lluvia vertical
que muerde al mar hasta borrarlo,
hasta desfigurarlo con el machete del olvido
como se borran con fuego
las líneas de las manos,
como se borran con hacha las alas de los pajaros.

Y lo único que sobrevive a la hecatombe, al olvido cotidiano,
es este enorme árbol de amate que se yergue
más enhiesto que nunca, incolume,
erecto contra el cielo y contra el aire,
su tronco es el inalcanzable mástil de una nave
en la que viajan los desaparecidos,
y el cosmos entero como su única vela,
y las ramas largas del erguido y ancho amate
eyaculan gaviotas contra el cielo,
eyaculan alas para los locos y los muertos,
ebrios para siempre con el mezcal azul del mar,
aturdidos por el goteo incesante
de las campanas de la iglesia,
heridas por la sangre, quemadas por el polvo.
Alumbro esta página con teas de sueño,
caídas hojas de amate:
campanas, taño campanas que sueñan
con música de agua.

Balam Rodrigo (1974)
El tañedor de cadáveres
Consejo para la Cultura y las Artes
de Nuevo León, México, 2021.

Domingo

Agua pensada luz desierta

I
Cuando la luz desnuda de la luna
en el jardín de vidrio se despierta
lo que la luz del agua desdibuja
antes que el agua el vaso transparenta
En el jardín insomne el vaso negro
de la noche que fluye y nunca cesa
si tan sólo refleja sin saberlo
en el vaso otro cielo sin estrellas
Cintilar contenido bajo un agua
levemente tocada por el viento
que convierte la luz en sedimento
Helada piel de vidrio cubre el alba
del lúcido rocío que refleja
agua tinta la noche que se hiela.

II
Bajo una clara cristalina cáscara
en su caer sin fin y sin caída
este vaso de tinta que fue agua
su doble transparencia luce intacta
Es el vaso del agua en que se ahoga
la noche la mañana y el ahora
y dentro de su círculo de vidrio
de los astros ocultos resta el brillo
Azul violeta negra adamantina
la noche bajo el vidrio se calcina
y en esta oscuridad la tinta azoga
sobre la mesa el agua que a deshoras
desierta de la noche se desborda
y en el vaso reluce luz extinta.

Oblicuo

Es la hora
en que un rayo de sol
que cruza la ventana
entre la cortina entre-
abierta
llega hasta mi cabeza
imperceptiblemente
palpa mi frente
resbala por mi cara
parte mis labios en dos la-
dos iguales
como un hilo
se anega en mi garganta
como un vaso de sal
inapagable
baja como un cuchillo
cuyo filo
en el aire
toca mi corazón
que reverbera
a través de mi ropa
como una llama
indetenible
desciende por mi
vientre sin sentirlo
y se encharca
entre mis piernas
ambarino
tangible casi
huidizo
al menor movimiento
de mi cuerpo
y cae
en mis rodillas
toca mis pies
por debajo de la mesa
mientras afuera el sol
al declinar
llena la cortina de sombras
y de ramas
que se proyectan dentro
del cuarto
por un golpe de luz
tras la ventana
cuando miro
a través
de la sombra entre-
abierta
una encina a lo lejos
parte el disco del sol
con su tronco velado
y sin hojas
en dos incandescentes
mitades
que no se dejan
ver
más que un instante.

Alfonso D’Aquino (1959)
Nostalgia de Sirio
Ediciones Odradek, Huitzilac, 2023.


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