Poema del día

Siete poemas para esta semana. Selección de Felipe Garrido

Lunes, 09 de Enero de 2023
Por: Felipe Garrido

Un poema al día, para que quienes puedan se lo pongan encima y lo atesoren en la memoria

Lunes

Retorno de Electra

I
Para poderte hablar
así, de frente,
tuve que echarme toda una vida
a llorar sobre tus huesos.
Tuve que desandar lo caminado
desnudando la piel de mi conciencia.
Para poderte hablar
tuve que volver a llenarme de aire
los pulmones.
Y cuidar que no se me encogieran las palabras,
el corazón, los ojos,
porque aún se me deshacen de agua
si te nombro.
Ya me creció la voz, padre, patriarca,
viejo de barba azul y ojos de plomo.
Ya te puedo contar lo que ha pasado
desde que tú te fuiste.
Con tu muerte se quebrantaron todos los cimientos.
No me atreví a buscar,
porque no habría
un roble con tu sombra y tu medida
que me cubriera de la llaga de sol en mi verano.
Uní la sangre que me diste a otra sangre.
Malherida,
borré la sombra del sexo entre los hombres
y me quedé vacía, a la intemperie.
Y no pude decir
hasta que se hizo carne de mi carne el amor
lo que era hallar la propia sombra, entregándose.
Después quise ubicarte en mí, te pesé,
te ultrajé, te lloré, medí tus actos;
di vuelta atrás,
y volví a caminar lo desandado.
Por eso puedo hablarte ahora, así,
porque entendí tu medida de gigante.

II
No podemos hacer nada con un muerto, padre.
Se suda sangre,
se retuerce el aullido tirado sobre las tumbas
en un charco de culpa.
Padre,
yo soy Pedro y Santiago,
el sable que doblado de sueño
castró su espíritu en tu oración del huerto.
Soy el martillo cayendo sobre tus clavos
y el aire que no asistió al pulmón en agonía.
Soy la que no compartió
el dolor anticipado que se encerró a devorarse,
la hendidura irresponsable,
la desbandada de apóstoles.
Soy este pozo de noche en que se hunde la conciencia.
Di, ¿qué se hace con un muerto, padre?
Di, ¿cómo lavo estas llagas
si todo queda inscrito en el tiempo
y todo tiempo es memoria?

III
Colgábamos de ti
como del racimo la uva.
Cuando la muerte
reblandeció el cogollo de tu fuerza,
presentimos el vértigo de altura y la caída.
Uno a uno,
en relación directa a la pesantez de tu esencia,
descendimos.
Bajo anónimas pisadas me vi saltar la pulpa,
sorprendida.
Y no era orgía de vendimia
ni enervación de culto.
Fue ser la sangre a la sed de todos los caminos,
dejar la piel desprendida
entre un enjambre de alambradas.
Ahora,
para afirmar la talla
con que tu amor me hizo
sólo queda una espina:
la palabra.

IV
Perdón, hermanos,
porque no alcanzo a verlos
ahogada como estoy en mi hoyo
de pequeñas miserias.
¡Mentira que deseo morir!
Antes quisiera conocrlos
sin mi lente deforme.
Quizá los amaría tanto
o más de lo que estoy amando
a mi lastre de lágrimas
en este viaje de niebla.

V
Padre,
no puedo amar a nadie.
A nada que no sea este fuego
de sucia conmiseración
en que se consume mi lengua.
Quiero otro aire.
Otro paisaje que no sean los muros de mi cuerpo.
Emparedada, desconozco el resplandor del centro
y la desnudez de la peroferia.
Voy a abrir brecha hacia los dos caminos
y quizá quede atrás
la trampa de la vieja noria.

Enriqueta Ochoa (1928-2008)
Bajo el oro pequeño de los trigos.
Poesía reunida.

Prólogo y Antología de Mario Raúl Guzmán
Universidad Autónoma Chapingo,
México, 1984.

Martes

Poema a la madre

Yo fui medio consentido,
por ser el hijo menor,
y ya mi hermano el mayor,
me llamaba "el preferido".
Razones habrá tenido;
cada vez que me corría
detrás de ella me ponía,
y ya estaba protegido.
Si mi padre me mandaba,
a la cama sin comer,
la veía aparecer,
haciendo que se enojaba,
y a escondidas me pasaba,
la parte mía en un plato,
y "en la próxima ¡te mato!",
--me decía-- y lagrimeaba.
Aquel delantal mojado,
de lavar en la pileta,
y que retorcía inquieta,
porque alguno había avisado,
que el hijo se había peleado,
con otro chico en la esquina,
y al rato yo aparecía,
con un ojo amoratado.
Me acuerdo lo que sintió
la vez del pantalón largo,
fue un momento muy amargo,
me miraba, me tocó,
decía: "cómo creció,
si ayer lo hacía dormir",
y al quererse sonreír,
el llanto la traicionó.
Igual que muchos creí
que sabía demasiado,
por unos labios pintados
del lado de ella me fui,
y aquel día en que volví,
arruinado y amargado,
en vez de dejarme a un lado,
se puso a rezar por mí.
Cómo castiga la vida,
cómo traiciona la gente,
cómo se dobla la frente
por un plato de comida,
no hay uno que no te pida
su parte por un favor,
y se calcula el valor
que pueda tener tu herida.
Sólo ella… ella comprende
el dolor de tu mirada,
porque su vista cansada,
desde chico nos entiende.
Sólo ella te defiende,
porque sos su misma sangre,
y sólo te da una madre,
la amistad que no se vende.
Yo quería hacerle versos
como ella merecía,
¡Los empecé tantas veces!,
y no salgo del comienzo,
es que a una madre, yo pienso,
¿qué se le puede escribir?
sólo se puede decir
en la ternura de un beso.

Héctor Gagliardi (1909-1984)

Poema del padre

Oye negra, ¿te puedo hablar? Ya los chicos se han dormido.
Asi que, así que deja el tejido que después te equivocás...
Hoy te quiero preguntar por qué motivo
las madres amenazan a sus hijos
con ese estribillo fijo de ¡Ah, cuando venga tu padre!
Y con tu padre de aquí y con tu padre de allá
resulta de que al final al verme llegar a mí
lo ven entrar a Caín y escapan por todos lados.
Y yo, que vengo cansado de trabajar todo el día,
recibo de bienvenida una lista de acusados.
Tú empiezas con tus quejas y yo tengo que enojarme
igual que hacía mi padre al escuchar a su vieja.
Entraba a fruncir la ceja apoyando a ese fiscal
que en medio del temporal se erigía en defensora,
lo mismo que tú ahora que siempre me dejas mal.
Si los perdono, ¡que ejemplo! ¡es así como los educas!
Si los castigo, ¡no tienes sentimientos!
A mí, a mí que llegué contento y no tuve más remedio
que poner cara de serio y escuchar tu letanía.
A mí, a mí que me paso el día pensando en jugar con ellos.
Yo sueño en llegar a casa y olvidarme felizmente del trabajo,
de la gente y de todo lo que pasa.
Los hijos son la esperanza y el porqué de nuestras vidas;
por eso nunca les digas ¡Ah, cuando venga tu padre!
No quiero encontrar culpables, quiero encontrar alegría,
que no me pongas de escudo como lo hacía mi madre
que consiguió que a mi padre lo imaginara un verdugo.
El llegaba y te aseguro que se acababan las risas
y en lugar de una caricia o hablarle como a un amigo,
lo miraba compungido presintiendo una paliza.
Y el pobre, que me entendía, sacudiendo la cabeza
escuchaba con tristeza lo que mi madre decía.
Y que él, y que él de sobra sabía
que con éste no se puede, que me pinta las paredes,
que trajo las suelas rotas, que la calle, la pelota
que me saca canas verdes.
¡A la cama sin cenar!, aburrido me ordenaba.
Mi madre me consolaba y yo, yo lo culpaba a él,
a él que había llegado recién de trabajar, cansado,
y ya lo había yo amargado con todas mis travesuras.
Los hijos nunca analizan el sentimiento del padre,
porque el brillo de la madre es tan fuerte que lo eclipsa,
sólo le hacemos justicia cuando nos toca vivir
a nosotros su problema.
¡Ay, si mi padre viviera, que recién lo comprendo!
Y por qué nunca me dijo lo mucho que me quería
si hoy yo sé cuánto sufría al ver enfermo a su hijo.
Porque me miraba fijo el primer pantalón largo
y sé que, hasta me ha besado cuando yo estaba dormido.
Hoy que todo lo comprendo, por qué no estás a mi lado.
Por qué no estás ahora para besarte bien fuerte, Viejo lindo,
y ofrecerte mi cariño a todas horas.
Ves a tu hijo que llora, pero llora con razón,
porque te pide perdón pensando en aquellos días
en que ciego no veía que eras puro corazón.
Déjame negra que llore, es tan lindo desahogarse.
En fin, veamos, veamos que hacen nuestros futuros señores.
Mira esos pantalones, tápale un poco a la nena.
Si, si ya sé, no me lo digás, hoy se fue a la calle sola.
Acuéstate rezongona, mañana, mañana será otro día.

Hector Gagliardi (1909-1984)
2007: "Mis 30 mejores canciones" –
SONY MUSIC ENTERTAINMENT ARGENTINA S.A.

Miércoles

Los Reyes Magos

¡Que ilusión, esta noche, la de los niños, Platero! No era posible acostarlos. Al fin, el sueño los fue rindiendo: a uno, en una butaca; a otro, en el suelo al arrimo de la chimenea; a Blanca, en una silla baja; a Pepe, en el poyo de la ventana, la cabeza sobre los clavos de la puerta, no fueran a pasar los Reyes…
Y ahora, en el fondo de esta afuera de la vida, se siente como un gran corazón pleno y sano, el sueño de todos, vivo y mágico.
Antes de la cena, subí con todos. ¡Qué alboroto por la escalera, tan medrosa para ellos otras noches!
—A mí no me da miedo de la montera, Pepe; ¿y a ti?, decía Blanca, cogida muy fuerte de mi mano. Y pusimos en el balcón, entre las cidras, los zapatos de todos. Ahora, Platero, vamos a vestirnos Montemayor, Tita, María Teresa, Polilla, Perico, tú y yo, con sábanas y colchas y sombreros antiguos. Y a las doce pasaremos ante la ventana de los niños en cortejo de disfraces y de luces, tocando almireces, trompetas y el caracol que está en el último cuarto.
Tú irás delante conmigo, que seré Gaspar y llevaré unas barbas blancas de estopa, y llevarás, como un delantal, la bandera de Colombia, que he traído de casa de mi tío, el cónsul… Los niños, despertados de pronto, con el sueño colgado aún, en jirones, de los ojos asombrados, se asomarán en camisa a los cristales, temblorosos y maravillados.
Después, seguiremos en su sueño toda la madrugada, y mañana, cuando, ya tarde, los deslumbre el cielo azul por los postigos, subirán, a medio vestir, al balcón, y serán dueños de todo el tesoro.
El año pasado nos reímos mucho. ¡Ya verás cómo nos vamos a divertir esta noche, Platero, camellito mío!

Juan Ramón Jiménez (1881-1958)
Platero y yo-300 poemas (1903-1953)
Capítulo 122.
Porrúa, México, Sepan cuantos… Núm. 66-

Reyes
Para María Esther Hernández Palacios

Tía Esther, te lo juro, yo no fui. Ni Sonia. Ni Mariana. Menos Ulises, Salma, Elisa, Iñaki, que ni estaban. Ese Rey Mago tiene rota la corona. Más bien es como si no tuviera corona, como si nunca la hubiera tenido, porque no encontramos ni un pedazo. Sólo el manto le cubre la cabeza. Catorce piezas de tierra. Como nos dijiste. Y luego las pusimos en un comal de barro. El ángel atrás, en una cajetilla de cigarros, para que se asome por arriba. San José y la Virgen en medio, con el niño frente a ellos. El buey de un lado y del otro el burro y el gallo. Los dos pastores con sus borregos como si estuvieran llegando, del lado del buey, y enfrente los dos reyes con corona. Al otro lo dejamos fuera del comal; ni rey parecía. Luego nos fuimos a la piñata, todos. Te juro que nadie entró. Y ahora míralo, allí, al lado del Niño. “Tú que vienes sin corona, tú estate aquí conmigo” –así dicen que se oyó.

Felipe Garrido (1942)
Mentiras transparentes.
Laberinto, México, 2022.

Jueves 

1371 / En la noche, madre del sueño,
Gaspar, Melchor, Baltasar,
la estrella nos lleva a su Dueño,
a sombra de tierra el altar.
El acebo eriza sus hojas
—a la luna brilla el verdor—
abroquela mazorcas rojas;
Gaspar, Baltasar, Melchor.

5 de diciembre, 1929.
Miguel de Unamuno (1864-1936) 

Navidad en el Hudson

¡Esa esponja gris!
Ese marinero recién degollado.
Ese río grande.
Esa brisa de límites oscuros.
Ese filo, amor, ese filo.
Estaban los cuatro marineros luchando con el mundo.
Con el mundo de aristas que ven todos los ojos,
Con el mundo que no se puede recorrer sin caballos.
Estaban uno, cien, mil marineros
luchando con el mundo de las agudas velocidades,
sin enterarse de que el mundo
estaba solo por el cielo.
El mundo solo por el cielo solo.
Son las colinas de martillos y el triunfo de la hierba espesa.
Son los vivísimos hormigueros y las monedas en el fango.
El mundo solo por el cielo solo
y el aire a la salida de todas las aldeas.
Cantaba la lombriz el terror de la rueda
y el marinero degollado
cantaba al oso de agua que lo había de estrechar;
y todos cantaban aleluya,
aleluya. Cielo desierto.
Es lo mismo, ¡lo mismo!, aleluya.
He pasado toda la noche en los andamios de los arrabales
dejándome la sangre por la escayola de los proyectos,
ayudando a los marineros a recoger las velas desgarradas.
Y estoy con las manos vacías en el rumor de la desembocadura.
No importa que cada minuto
un niño nuevo agite sus ramitos de venas,
ni que el parto de la víbora, desatado bajo las ramas,
calme la sed de sangre de los que miran el desnudo.
Lo que importa es esto: hueco. Mundo solo. Desembocadura.
Alba no. Fábula inerte.
Sólo esto: desembocadura.
¡Oh esponja mía gris!
¡Oh cuello mío recién degollado!
¡Oh río grande mío!
¡Oh brisa mía de límites que no son míos!
¡Oh filo de mi amor, oh hiriente filo!

New York, 27 de diciembre de 1929.
Federico García Lorca (1898-1936)

1570 / "Felices ustedes los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios. Felices ustedes, los que ahora tienen hambre, porque serán saciados. Felices ustedes, los que lloran, porque reirán." Lucas, VI, 21.

Melchor, Gaspar, Baltasar;
tres magos, Baltasar negro;
noche negra, van los magos;
y el negro mirando al cielo;
de las estrellas se ríe,
y la blanca luna, espejo,
se le ríe, se le ríe,
y el Niño al ver mago negro
se echa a reír y su risa
mece al pesebre del cielo;
risa pura, luna llena,
funden las nieves del suelo.
Conquistarán nuestra tierra
con risa pura los negros;
con risa que es sólo risa;
Dios les aguarda riendo;
magia de risa les cría,
negra noche, Dios sin ceño.
Dichosos los que se ríen,
que dormirán sin ensueños.

5 de enero, 1931.

Miguel de Unamuno (1864-1936)
Obras completas V. Cancionero. Poesías sueltas. Traducciones.
Madrid, Biblioteca Castro, 2002. 

Nacimiento de Cristo

Un pastor pide teta por la nieve que ondula
blancos perros tendidos entre linternas sordas.
El Cristito de barro se ha partido los dedos
en los tilos eternos de la madera rota.
¡Ya vienen las hormigas y los pies ateridos!
Dos hilillos de sangre quiebran el cielo duro.
Los vientres del demonio resuenan por los valles,
golpes y resonancias de carne de molusco.
Lobos y sapos cantan en las hogueras verdes
coronadas por vivos hormigueros del alba.
La Luna tiene un sueño de grandes abanicos
y el toro sueña un toro de agujeros y de agua.
El niño llora y mira con un tres en la frente,
San José ve en el heno tres espinas de bronce.
Los pañales exhalan un rumor de desierto
con cítaras sin cuerdas y degolladas voces.
La nieve de Manhattan empuja los anuncios
y lleva gracia pura por las falsas ojivas.
Sacerdotes idiotas y querubes de pluma
van detrás de Lutero por las altas esquinas.

New York, 1929.

Federico García Lorca (1898-1936)
Obras completas.
Recopilación y notas de Arturo del Hoyo.
Prólogo de Jorge Guillén.
Epílogo de Vicente Aleixandre.
Aguilar, Madrid, 1960.

Viernes

El cuarto Rey Mago

Para Emmanuel Carballo Villaseñor

–Me lo trajeron los Reyes Magos –dijo Fermín, y metió la cuchara en la crema de pimientos tiernos que Toña acababa de servirle.
–Yo les pedí otra cosa –protestó luego Fermín con el plato extendido, mientras Toña partía en dos la tarde.
–Ya te dijeron que es distraído, niño –refunfuñó la Beba, que no encontraba el pañuelo y se quería sonar.
–¿En mayo? –se escandalizó la tía Celia.
Algo iba a decir el Nene, pero las primas memoriosas lo miraron de mala manera.
–Fue hace dos años, o cuatro –explicó Fermín–, pero antes no me quedaba –y alzó el brazo para que lo viéramos.
–¿Vas a apagar tu cigarro? –preguntó la Beba botando en el plato una flota de aros de cebolla.
La tía Martucha estaba de dieta y no respondió. Aspiró el humo y lo dejó escapar hacia las cenefas de estuco.
–Voy a escribirles otra vez –dijo Fermín muy serio, mientras cuchareaba la sopa.
–¿En mayo? –insistió la tía Celia, que estaba esperando el agua de arrayán.
–Y ¿qué más si es mayo? –exclamó Martucha, malhumorada porque no se había dejado seducir por las tostadas de cazón.
–¿Estamos en mayo? –preguntó Fermín.
–En mayo, en agosto, cuando se te dé la gana –siguió Martucha y enseguida, con la voz reblandecida, con aire de misterio–. Esas cartas a destiempo van a dar a manos del cuarto Rey Mago.
La Beba resopló molesta, ahuyentando el humo con las manos. El Nene abrió la boca para decir algo, pero optó por morder un pedazo de pan. Martucha esperó hasta que el silencio fue tan denso que pudimos escucharlo.
–El cuarto Rey Mago –dijo la tía con su vocecita de clavo– era un astrólogo poco competente. Se equivocó de estrella. Olvidadizo. Desorientado. Llegó al pesebre mucho tiempo después que los demás.
Toña apareció en la puerta de la cocina con los canelones al ron, pero no se atrevió a entrar.
–No se dio por vencido –siguió Martucha–. Regresó a sus libros y a sus apuntes. Salió cada noche a escudriñar los cielos. Cruzó mares y desiertos. Siguió nuevas estrellas. Incansable y torpe, siempre llegó tarde. Años y años pasó en su empeño. Todo lo perdió. Familia, amigos, fortuna. Los días y las noches.
–Es una historia muy triste –suspiró Celia.
–Hasta que lo alcanzó –prosiguió Martucha con las manitas crispadas–. Porque finalmente dio con Él. Claro que para entonces el cuarto Rey Mago era ya un anciano. Y aquel cielo no tenía estrellas. Y Jesús no era ya un niño. Estaba en la cruz.
Celia iba a sollozar, pero prefirió servirse más agua.
–Y el cuarto Rey Mago tuvo miedo de haber llegado definitivamente tarde. Pero Jesús todavía estaba vivo, así que el astrólogo, con el corazón desbocado, comenzó a buscar entre su ropa el regalo que había cargado toda la vida para el Niño divino y, con horror, descubrió que no lo llevaba. Tal vez nunca lo tuvo encima; tal vez lo olvidó desde que comenzó su aventura, tanto tiempo atrás. Ya les dije que era distraído.
–Quiero más sopa –pidió Fermín.
–Y entonces sí, el cuarto Rey Mago sintió que lo había echado todo a perder. Sintió un dolor tan intenso que de los ojos envejecidos dejó caer tres lágrimas. Y Jesús, conmovido por la constancia de aquel hombre, hizo aún un milagro y le convirtió las lágrimas en perlas, para que el astrólogo, a pesar de su impericia, tuviera qué regalarle.
–¿Me sirves, tía? –insistió Fermín.
–Así que ahora él tiene a su cargo las peticiones hechas fuera de tiempo. Seguro que él recibió tu carta –terminó Martucha mientras aplastaba la colilla con un gesto de suprema elegancia.
–Yo les pedí otra cosa –protestó Fermín con el plato extendido.
–Ya te dijeron que es distraído, niño –refunfuñó la Beba, que no encontraba el pañuelo y se quería sonar.

Felipe Garrido (1942)
Conjuros.
UdeG / Jus. México, 2013.

Sábado

Mis abarcas vacías

Por el cinco de enero,
cada enero ponía
mi calzado cabrero
a la ventana fría.
Y encontraban los días,
que derriban las puertas,
mis abarcas vacías,
mis abarcas desiertas.
Nunca tuve zapatos,
ni trajes, ni palabras:
siempre tuve regatos,
siempre penas y cabras.
Me vistió la pobreza,
me lamió el cuerpo el río,
y del pie a la cabeza
pasto fui del rocío.
Por el cinco de enero,
para el seis, yo quería
que fuera el mundo entero
una juguetería.
Y al andar la alborada
removiendo las huertas,
mis abarcas sin nada,
mis abarcas desiertas.
Ningún rey coronado
tuvo pie, tuvo gana
para ver el calzado
de mi pobre ventana.
Toda la gente de trono,
toda gente de botas
se rio con encono
de mis abarcas rotas.
Rabié de llanto, hasta
cubrir de sal mi piel,
por un mundo de pasta
y un mundo de miel.
Por el cinco de enero,
de la majada mía
mi calzado cabrero
a la escarcha salía.
Y hacia el seis, mis miradas
hallaban en sus puertas
mis abarcas heladas,
mis abarcas desiertas.

Miguel Hernández (1910-1942)
De Otros poemas del ciclo de
"Viento del pueblo". En Viento del pueblo.
Edición de Juan Cano Ballesta.
Cátedra, Madrid, 1989

Sobreviviente del desastre nuclear
escribe carta a los Reyes Magos

Magos que nunca olvido:
perdónenme
la cena escasa para los camellos;
es que, después de eso,
en mi huerto
o llueve siempre o nunca,
y para colmo, ahora
soy vegetariana.
Si pueden, traigan
plumas de ganso, humo
y un caracol para comunicarme.
Y alguna gente, y fuego,
Hay tanto frío y tanta soledad
para contar historias
que nadie va a escucharme.

Georgina Herrera (1936-2021)
Estos ojos de mirarlo todo. Una antología personal.
Prólogo de Aída Elizabeth Falcón Montes
Libros de la Libélula Nómada, Novelda, Alicante, 2016.


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