Jueves, 19 de Agosto de 2021

Ceremonia de ingreso de Liliana Weinberg

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Discurso de ingreso:
El ensayo y la lengua

Señor director de la Academia Mexicana de la Lengua, don Gonzalo Celorio

Señoras y señores académicos

Familia siempre cercana

Amigas y amigos:

Agradezco conmovida esta alta distinción, que tanto me honra y representa para mí, entre muchas otras cosas, el reconocimiento de mi ciudadanía en el amplio mundo de la lengua española. Esta invitación a formar parte de la Academia Mexicana de la Lengua es a su vez la renovación de aquel primer gran gesto hospitalario con que me recibió México hace ya más de cuarenta años, cuando llegué a este país procedente de una Argentina que atravesaba por entonces una sombría etapa de asfixia ideológica, como en su momento lo hizo mi antecesor, don José Pascual Buxó, quien llegó a estas tierras proveniente de una España desgarrada por la guerra civil. Imposible olvidar que fue también en uno de esos oscuros y tristes días de esta larga pandemia que aún no acaba cuando recibí, en voz de don Adolfo Castañón, secretario de esta Academia, la gratísima noticia de mi elección y los mensajes fraternales de sus miembros: irrupción de luz y alegría que debo, una vez más, a las palabras. Agradezco además muy emocionada a don Mauricio Beuchot, don Germán Viveros y don Javier Garciadiego, quienes presentaron mi postulación, así como a la Academia Mexicana de la Lengua en pleno esta maravillosa oportunidad de integrarme a sus actividades y encuentros, a este espacio de confraternidad, de diálogo y reflexión.  

Mucho me honra también poder ocupar la silla número X, que contó a lo largo de los años con muy destacados predecesores y tan notablemente ha representado don José Pascual Buxó: este ilustre poeta, crítico, investigador de la lengua y colega de la Universidad Nacional Autónoma de México, nuestra casa, con quien tuve la fortuna de coincidir en distintos momentos de la vida académica. Recordaremos sus refinadas y justas reflexiones sobre semiótica, sus aportes al conocimiento de la literatura novohispana y contemporánea, la hondura y lucidez de su obra, así como su constante invitación a contemplar en toda su complejidad la relación entre los textos, la experiencia vital y el mundo del sentido. Sin dejar de reconocer que la lengua es, en sus propias palabras, “el único sistema semiótico capaz de interpretar por medio de sus propios signos los signos de todos los demás sistemas homólogos de una sociedad”, José Pascual Buxó defendió siempre la especificidad de la creación artística y sostuvo —en una idea que comparto absolutamente— que los contenidos culturales, los elementos valorativos, no se pueden considerar meros datos que ingresan sin más a la obra literaria. De allí que se negara siempre a toda simplificación en el tratamiento de la relación entre lenguaje y realidad, y que buscara permanentemente zonas de confluencia entre lengua y literatura, al afirmar de manera radical que el ejercicio creativo e interpretativo del escritor contribuye a expandir las fronteras del sentido. Sus ensayos han sido siempre una forma de explorar la compleja relación entre lengua y experiencia del mundo. Es en este punto donde enlazo mi recuerdo y reconocimiento de la obra de don José Pascual Buxó, profundo conocedor y entendedor de la lengua española y de nuestra literatura, con el tema que hoy me ocupará: el ensayo como un ejemplo eminente de aquello que él consideró “la irrestricta capacidad de la lengua […] de generar sus propios universos de sentido”.  La ocasión es propicia entonces para proponer una nueva lectura del ensayo desde el mirador de la lengua y los fenómenos del lenguaje. 

En uno de sus libros más tempranos, El tamaño de mi esperanza (1926), Jorge Luis Borges escribe: “Insisto sobre el carácter inventivo que hay en cualquier lenguaje, y lo hago con intención. La lengua es edificadora de realidades”. El gran escritor argentino reconoce la íntima relación del quehacer del ensayista y la lengua, y afirma: “Yo personalmente creo en la riqueza del castellano, pero juzgo que no hemos de guardarla en haragana inmovilidad, sino multiplicarla hasta lo infinito”. Desde su propio y personal quehacer, el escritor se enlaza con la lengua de todos, a través de ese sistema del don que le permite crear oro a partir del oro y no actuar simplemente como guardián de un tesoro sino multiplicarlo. Recordemos a Neruda: “se llevaron el oro, nos dejaron el oro”. El ensayista labra su prosa en el oro de la lengua y a través de su ejercicio de lucidez contribuye a dotarla de nuevos alcances y con ello —retomo aquí dos términos empleados por Gonzalo Celorio— a afirmar su esplendor y confirmar su universalidad. El ensayista hace suyas las palabras de todos y puede a su vez examinarlas, pesarlas, sopesarlas, proyectarlas, conducirlas a vislumbrar otros mundos posibles. Puede también tomar distancia crítica y reflexionar sobre las palabras a partir de las palabras, al punto de llegar a ver en la lengua un modelo para pensar nuestra historia, nuestros procesos culturales, nuestro modo de existencia. De allí que el pensador chileno Patricio Marchant plantee como pregunta no ya qué lengua se habla en Hispanoamérica sino “¿En qué lengua se habla Hispanoamérica?”.

No debemos olvidar que el ensayista es sobre todo un ser de palabras cuyo quehacer está íntimamente ligado al lenguaje. Así, para decirlo con una expresión de Ermilo Abreu Gómez —quien fue también en su momento ocupante de la silla número X—, el escritor construye “su propio idioma” a partir del idioma de todos.   En un permanente ejercicio de lucidez, el ensayista no sólo busca nombrar, interpretar, recrear el mundo a través de sus palabras, sino también explorar los alcances, las fronteras y los horizontes del lenguaje, las formas del discurso, los textos y la lengua viva; procura experimentar a través de la escritura cuestiones relativas al significado y al sentido, y aspira a integrar a su propia prosa las voces, los discursos, las ideas, los símbolos, los valores de una sociedad, con el afán de desentrañar y reinterpretar sus signos, en un ejercicio compartido con sus lectores. En efecto: el quehacer del ensayo representa una forma de relación activa, entrañable y productiva a la vez, del sujeto con la lengua, necesariamente abierto a los problemas del discurso y la significación y siempre capaz de indagar a través de sus escritos el tema mayor del encuentro dinámico del lenguaje y la vida, la representación del mundo y la búsqueda de sentido. El ensayo es prosa de no ficción que va en busca de lo posible.  

La escritura, las palabras, las formas expresivas, el estilo del ensayista se apoyan en las potencialidades de la lengua materna. El idioma vivo y los fenómenos de lenguaje le dan materia para la creación, la crítica y la reflexión e incluso para representar su propia experiencia de la lengua.  El ensayista explora las condiciones de aquello que un estudioso llamó “una palabra garante de su decir”; indaga las relaciones entre la palabra hablada, escrita, impresa; se preocupa de manera creciente por fenómenos como la traducción, la lectura, la escritura y su multiplicación a través de los distintos medios. El ensayista lee el mundo como si fuera un libro y lee el libro como si fuera un mundo. La prosa del ensayo incorpora e interpreta a su vez las infinitas voces, registros y discursos de una sociedad. Por fin, muchos de nuestros más grandes ensayistas han hecho de la reflexión sobre la lengua un modelo para pensar su tiempo y su cultura, para indagar el modo en que una sociedad organiza lo decible y lo inteligible, para pensar y renovar la herencia del español, para explorar nuestra historia, nuestro presente y nuestro destino. El ensayo nace como celebración de la lengua y a su vez la prosa del mundo se renueva a través del ejercicio de estilo del ensayo.

Recordemos que el género surge ligado a la afirmación de la dignidad de la lengua materna. Se considera a Miguel de Montaigne, cuyos Ensayos inaugurales se publicaron entre 1580 y 1595, como el instaurador de una nueva discursividad, como el gran innovador de la prosa en lengua francesa. Para decirlo con Ezequiel Martínez Estrada, “El mensaje de Montaigne fue el de hacer del arte de escribir, y taxativamente de la prosa, un instrumento para siempre capaz de servir al hombre como su idioma materno… Pues si escribe como piensa es siempre porque está pensando en escribir”. Por su parte, Bacon, el primer lector y entendedor de la obra de Montaigne, escribirá sus propios ensayos en inglés, mientras que Galileo publicará en italiano Il saggiatore. También en el caso del español, el afianzamiento de la prosa será resultado del proceso por el cual los sectores letrados adoptan la lengua materna como lengua de cultura. Subrayemos este primer elemento clave para repensar el nacimiento del género y revisar su historia: se trata de la afirmación de las lenguas vernáculas, consideradas ahora en toda su dignidad y potencialidad como lenguas de conocimiento de lo existente e imaginación de lo posible, como lo fueron antes el griego clásico y el latín, y con ellas el ingreso de todo un mundo de voces y manifestaciones discursivas. Para decirlo con Alfonso Reyes, se trata del paso fundamental, en el quehacer literario, de las lenguas muertas a las lenguas vivas.

Sabido es que Montaigne fue a su vez conocedor de la obra de fray Antonio de Guevara, gran precursor él mismo del ensayo y anticipador de su honda raíz escéptica y paradójica: (“No hay cosa en esta vida más cierta que ser todas las cosas inciertas”). Pero podemos ir aún más atrás en el tiempo y descubrir que ya los primeros prosistas del siglo XV dieron señas de esa voluntad de afirmación del propio yo del escritor, su vida, sus experiencias, sus reflexiones, su voz, a través del ejercicio de la lengua, y por ende es posible vislumbrar en ellos anuncios de esa “voluntad de estilo” que Juan Marichal considera característica del ensayo. Es preciso redescubrir también en los diálogos humanísticos, cartas y prólogos una apertura a la interlocución gracias a la cual la marca de la conversación ingresará al espacio de la prosa. También debemos atender a la recuperación de las fuentes procedentes de la experiencia americana anteriores a Montaigne, ya que las primeras noticias y crónicas sobre el Nuevo Mundo nutrieron el nuevo mundo del ensayo con un amplio espíritu de curiosidad y apertura de horizontes. Por fin, formas de la prosa como los escritos del padre Las Casas aportaron a la reflexión un ingrediente fundamental, un potencial crítico sin precedentes. Sabemos además que la obra del autor francés era ya conocida por algunos letrados españoles del siglo XVII, como sus primeros traductores y entendedores, Baltasar de Zúñiga, Diego de Cisneros o Francisco de Quevedo, cuya inolvidable expresión “doy a leer mis ojos” resulta en mi opinión ejemplarmente ensayística. En cuanto a los ecos posteriores de la voz del autor, y para decirlo con la acertada expresión de Adolfo Castañón, seguir los pasos del ensayo en lengua española es seguir “la ausencia ubicua de Montaigne” y asistir a su paulatino redescubrimiento, a partir de fines del siglo XIX, por parte de muchos de nuestros más grandes prosistas. 

Y si el ensayo se consolida como un nuevo género del discurso en el momento de afirmación de la dignidad de las lenguas maternas, hoy en día la posibilidad de escribir, inscribir y publicar nuestras reflexiones y experiencias a partir de la lengua viva regresa con nueva fuerza en los debates contemporáneos sobre las políticas del lenguaje. Es así posible releer la historia del ensayo en esa clave y a la vez examinarlo en la trama siempre abierta de los textos y los discursos, como testigo y efecto de la vida de la lengua; como organización de sentido colocada en el cruce de lenguajes; como texto atravesado por hiladas discursivas que a él concurren y que él a su vez anuda y vuelve a tejer. El ensayo reproduce, representa y tematiza el encuentro de una conciencia individual con el amplio mundo de la lengua como zona de interlocución, de amistad, de tensión o de conflicto.

Por otra parte, el ensayo surge a partir de un momento fundacional de extraordinaria fuerza expansiva contemplado por las potencialidades mismas de la lengua materna: su autor pronuncia las palabras clave “yo, aquí, ahora”, que le permitirán enlazar su experiencia personal con el sentido general y hacer de la lengua común aquello que el escritor colombiano Pablo Montoya invoca como “lengua mía”. El ensayista se reconoce como sujeto de la enunciación y como ser en diálogo, y así se abre la posibilidad de nombrar y entender el mundo a partir de la propia experiencia y de la propia reflexión. Se trata de un desplazamiento fundamental, de un giro copernicano, en la relación del individuo con el mundo, mediado por las potencialidades del lenguaje. Es entonces cuando el eje del proceso interpretativo se traslada al sujeto, y éste comienza a establecer un nuevo vínculo entre su experiencia personal y el mundo. A partir de esta toma de conciencia del acto enunciativo y su relación con los procesos intelectivos y comunicativos, todo el sistema de construcción del conocimiento y el ejercicio del juicio se reorientará en torno al sujeto que se construye a sí mismo a través de la escritura; que trae a presente todo un proceso interpretativo; que piensa, siente, opina y escribe para entender su mundo y ´publica sus reflexiones para entablar el diálogo con sus lectores, concebidos como buenos entendedores. 

El primer ensayista moderno realiza una serie de operaciones decisivas para la apertura de este nuevo género, en el cual es determinante la afirmación del punto de vista del sujeto; la puesta en diálogo y la aspiración a la intersubjetividad; la reactualización del ejercicio del juicio; la afirmación del carácter exploratorio, libre, creativo, abierto, de su escritura reflexiva, siempre marcado por esa distancia irónica y autocrítica que tan bien señala Hugo Hiriart para el ensayo. Evoquemos la prodigiosa intuición lingüística de Montaigne, su retorno a la lengua materna, su afán por conocer otras formas de ver el mundo y sobre todo su deslumbramiento ante las primeras noticias que a él llegaron procedentes de las lenguas y culturas americanas, que a su vez lo hicieron asomar a un incipiente comparatismo, a una temprana preocupación por traducir, interpretar, nombrar y aun renombrar lo nuevo. A la sutileza de Montaigne no escaparon cuestiones que están hoy en la raíz de la filosofía del lenguaje y de la lingüística. Tal es el caso de la enunciación, que para algunos críticos “es el problema del lenguaje mismo”, o de la interlocución, ya que, como él mismo lo afirmó, “la palabra es mitad de quien la dice y mitad de quien la escucha”. Tal es también el caso de cuestiones que hoy siguen siendo centrales, como el requisito universal de sinceridad, autenticidad y veracidad en el decir que subyace a toda forma de comunicación humana o la exigencia de una responsabilidad y una responsividad por la palabra que será la clave del concepto de autoría y garantía de buena fe en un mundo que se representa, se lee y se multiplica a través de la letra impresa. 

Por mi parte, he procurado revisar las estaciones americanas de la historia del género, ya que mucho tiene que ver el nuevo mundo del ensayo con el ensayo del Nuevo Mundo. Autores como Germán Arciniegas han enlazado la historia de América con la historia del género y retrotraen su origen al momento mismo de la llegada de los conquistadores y la escritura de las primeras cartas de relación, crónicas y escritos que pertenecen al gran grupo de la prosa no ficcional. En efecto, la expansión de la prosa está ligada en buena medida a esta necesidad propia de los cronistas de dejar testimonio de la realidad del Nuevo Mundo a la vez que encontrar nuevas palabras para nombrarla. En sus orígenes americanos la crónica se entreteje con el ensayo. Agustín Yáñez, al referirse a los cronistas de Indias, dice que “Con el destino de Iberoamérica estos documentos fundan el destino de la literatura latinoamericana…”. 

Si releemos en esta clave las primeras visiones consignadas en el Diario de Colón, descubriremos hasta qué punto todo contacto entre culturas extrañas puede verse ante todo como un encuentro o un desencuentro entre lenguas y como tal uno de los primeros testimonios colombinos radica ya en un problema prioritariamente de traducción, con la angustiante apelación a señas, gestos, conjeturas. Así, el Almirante reconoce que “no sé la lengua, y la gente d’estas tierras no me entienden […] y estos indios que yo traigo, muchas vezes le entiendo una cosa por otra al contrario”.

En muy pocos años nos encontraremos ante otro nudo complejo, el del paso de la etapa de conquista a la de colonización, marcado simbólicamente por el año 1521 y la toma de Tenochtitlan, cuando el ejercicio del poder a través de la lengua tuvo un papel decisivo, como tan bien lo muestra Margo Glantz cuando pregunta:

¿Por qué, entonces, Marina, la de la voz, nunca es la dueña del relato? Su discurso soslayado por la forma indirecta de su enunciación, se da por descontado, se vuelve, en suma, “un habla que no sabe lo que dice”, porque es un habla que aparentemente sólo repite lo que otros dicen. Su discurso --para usar una expresión ya manoseada-- es el del otro o el de los otros. La palabra no le pertenece. Su función de intermediaria, ese bullicio […] es una respuesta a la otra voz, aquella que en verdad habla, porque permanece, la voz escrita.

¿Será que al pertenecer Marina a una cultura sin escritura, dependiente sobre todo de una tradición oral, es la enunciada, en lugar de ser la enunciadora? ¿Acaso al haberse transferido su nombre a Cortés, el poder de su voz ha pasado a la de él? ¿Acaso, por ser sólo una voz que transmite un mensaje que no es el suyo, no significa […]? Esta ausencia es la enunciación —este discurso indirecto, oblicuo, en que desaparece la voz de Marina— contrasta de manera violenta con la importancia enorme que siempre se le concede en los textos.

 Hoy, cuando se cumplen quinientos años de este acontecimiento, es bueno recordar hasta qué punto el mundo del ensayo es deudor de las experiencias ligadas a la dolorosa gesta del mundo americano, y hasta qué punto la lengua constituye el escenario neurálgico donde se viven y representan muchos de estos procesos culturales y sociales, en una historia que se desenvuelve a golpes de comprensión e incomprensión, malentendidos y sobreentendidos, iniciativas de diálogo o ejercicios de poder… 

La prosa no ficcional del siglo XVI se convierte en el gran espacio que registra la llegada del idioma español a un rico territorio poblado ya por una amplia variedad de lenguas nativas y la determinación de nuevas cartografías lingüísticas a partir del tironeo entre la imposición de la lengua del imperio (en un esfuerzo de normalización que a su vez estará atravesado por las distintas variantes regionales del español peninsular) y la manifestación de las innumerables lenguas americanas. Mientras tanto, el esfuerzo admirable de registro escrito de la voz y la cultura náhuatl por parte de figuras como la de fray Bernardino de Sahagún será pronto reforzado y multiplicado gracias a los quehaceres de la imprenta, llegada muy tempranamente a estas tierras, y que se dedicará a consignar las nuevas voces así como a multiplicar vocabularios, gramáticas, traducciones de textos. Se asiste entonces a una sorprendente ampliación de la prosa dedicada a registrar, entender, interpretar, traducir: la lengua es, una vez más, la gran protagonista, el gran modelo, la gran adelantada de los procesos culturales y transculturadores. 

Y si durante los largos siglos de la colonia se pierden algunos de los eslabones de la cadena del ensayo, no por ello dejan de evidenciarse las distintas formas de la prosa no ficcional y la exploración de la lengua. No podemos dejar de pensar en la figura gigante de Sor Juana y sus notables ejercicios intelectuales.  Ya en el XVIII el incipiente espíritu de observación y experimentación continuará alimentando la posibilidad de reconocer y dotar de nuevos nombres a la inmensa realidad americana, y desde la propia tradición de la prosa hispánica autores como Feijoo permitirán que el ensayo reingrese con nueva fuerza entre las formas discursivas de la hora. 

A fines del mismo siglo surgen aires renovadores que se nutren también de la circulación de ideas prohibidas llegadas “de contrabando”, así como de los nuevos puentes entre lo culto y lo popular, y ya desde los comienzos del así llamado “largo” siglo XIX americano asistiremos no sólo a uno de los capítulos más ricos de la prosa de ideas en lengua española, sino también, en palabras de Lezama Lima, a “la hazaña americana en el lenguaje”, que, en ese siglo XIX, “ha sido plena”.

Será entonces cuando un capítulo de la historia de la producción material e intelectual de la letra impresa, esto es, la expansión de la prensa periódica, de nuevas formas del discurso y nuevos ritmos de circulación y reproducción de la prosa, marque uno de los más grandes desafíos para la forma y el estilo del ensayo: comienzan las exigencias de brevedad, condensación e intensidad que fija ese medio. Los primeros ensayos conscientes de su propio nombre, como los ensayos de Bernardo de Monteagudo, tomarán carta de ciudadanía en este momento y explorarán una prosa abierta a la naciente opinión pública. Ya en su “Carta de Jamaica” Simón Bolívar hará de la existencia de una lengua compartida una de las bases fundamentales de la posibilidad de integración del continente. 

En la pluma y en la palabra muchas veces polémica de autores ilustrados, románticos y liberales, el tema de la lengua habrá de imbricarse con el modo de repensar la relación entre el mundo colonial y la metrópoli, así como de contribuir a la fundación de las entidades nacionales. El interés por recuperar voces distintivas, expresiones peculiares y cuadros de costumbres conducirá a una nueva exploración de la lengua americana. Mientras algunos escritores como Sarmiento y los románticos del Plata defienden la posibilidad de pensar diferencialmente el español de América y atender al habla viva antes que a las reglas de la gramática, el venezolano Andrés Bello se preocupará por defender esta Nuestra América de “la confusión de idiomas, dialectos y jerigonzas”, para evitar que de este modo se pierda la lengua como “uno de los vínculos más poderosos de fraternidad, uno de sus más preciados instrumentos de correspondencia y comercio”. El español Emilio Castelar entablará una polémica con el chileno Francisco Bilbao y con el mexicano Ignacio Ramírez en torno a la “desespañolización” de América, en un debate tras el cual Castelar se declarará derrotado por el Nigromante.

Desde fines del siglo XIX, con la reconfiguración del campo literario y el surgimiento de la figura del intelectual entre Modernismo y 98, asistiremos también a una reconfiguración del sistema de la prosa y comenzará esa admirable eclosión de ensayos que se ha desplegado en todo el mundo de habla hispana a lo largo del siglo XX y de las dos décadas que van del XXI. No olvidemos que también el movimiento renovador del modernismo comenzó por la propia lengua y la exploración de sus alcances poéticos. 

En un ejercicio eminente de nominación, plenamente autorizado por las potencialidades del idioma, José Martí nos llamó “Nuestra América”, y se preocupó por hacer del ensayo un espacio de concurrencia afortunada entre escritura, lengua y pensamiento, al exigir que “la prosa, centelleante y cernida” vaya siempre “cargada de idea”.  Con autores como Martí, el ensayo ha contribuido a nombrar América, a que ella alcance un nombre propio y comience a hablarse desde sí misma.

A partir del siglo XX el ensayo hace un franco y triunfal reingreso al campo literario, “para evidenciar un modo literario del conocer” (Macé), para ofrecer una respuesta específicamente literaria a las nuevas inquietudes intelectuales propias de su época. Es el momento de la multiplicación de los libros, de los grandes periódicos y revistas, consultados con avidez por un creciente número de lectores. Y si el género se consolida en distintas regiones del globo, para el caso del ensayo en lengua española éste se revestirá de una serie de rasgos específicos, ya que hay en él un “particular modo de relación del yo y la conciencia con la cultura que habita y que lo habita” (Marcel). Es aquí nuevamente fundamental la presencia de la lengua, la memoria de la lengua. Muchos serán los ensayistas que reflexionen en esta etapa sobre la propia lengua y la propia cultura, convertidas en claves para pensar la relación entre España y América.

La recuperación de la lengua viva y la preocupación por la lengua común, la renovación de los estudios filológicos, la adaptación de nociones como “estilo” o “expresión”, el avance en el conocimiento de la historia del español, el desarrollo de especialidades como la dialectología y el comparatismo, así como la consolidación de la disciplina lingüística y la renovación de la filosofía del lenguaje serán clave para entender la obra de los grandes ensayistas de la hora y serán a su vez tema de sus reflexiones. 

Desde luego que el ensayo de Pedro Henríquez Ureña o Alfonso Reyes, Mariano Picón Salas, Ángel Rosenblat, Raimundo Lida o Antonio Alatorre no puede siquiera contemplarse si no es en su profunda y constante meditación en torno a nuestra lengua. No solamente lograron estos grandes filólogos repensar el mapa del español a partir de una nueva consideración de la relación entre España y América, sino que también contribuyeron a explorar las potencialidades expresivas de nuestro idioma y a sentar las bases de una nueva norma culta de la prosa a través del ensayo.  Estos autores vieron en la relación de la lengua y la cultura una clave para la comprensión de nuestra historia e hicieron de la expresión un nuevo modo de enlace entre el individuo y su comunidad. Así, en 1943, en su “Discurso sobre la lengua”, dirá Reyes: “considero como un privilegio hablar en español y entender el mundo en español: lengua de síntesis y de integración histórica […]. Sólo a través de la lengua tomamos posesión de nuestra parte del mundo”. 

Hay un sentido fuerte en esta posibilidad de contemplar la lengua en su carácter fundante, como instituyente, como matriz de sentido, como respuesta a los desafíos de la existencia, como “toma de posesión” de nuestra parte del mundo, así como en el esfuerzo por observar, de manera asuntiva, la posibilidad de convivencia y raro equilibrio entre diversidad y unidad. Por otra parte, el ensayo, al que en inolvidables palabras llamó Reyes “este centauro de los géneros”, capaz de enlazar y atravesar mundos, y al que consideró propio de una época de cambio y apertura permanentes, es también un ser que parte de la propia lengua, la propia experiencia, la propia situación de su autor, para atravesar esferas y alcanzar nuevos discursos, idiomas, experiencias, culturas y campos de sentido.  

El ensayo, prosa artística que se trama a partir de la prosa del mundo, puede ser considerado como un acontecimiento del lenguaje, como un momento de enlace interpretativo entre el mundo del texto y el texto del mundo. El ensayo es una experiencia de la lengua y es a la vez asunción de una distancia crítica y toma de conciencia de ello: el ensayista piensa el lenguaje al tiempo que se nutre de él mismo para desplegar su propio proceso interpretativo. Se trata de una permanente puesta en relación de la lengua y el mundo, siempre en busca de un mirador privilegiado para comprender esa esfera de sentido que permite que nuestra existencia se haga respirable. El ensayista ha encontrado un nuevo punto de apoyo para retomar y multiplicar este portentoso don de la lengua que radica en la permanente posibilidad de nombrar, interpretar, dotar de sentido al mundo. Puesto en el cruce de las dimensiones referencial, crítica, expresiva; en el cruce entre las vocaciones representativa, interpretativa, imaginativa, el ensayista hace un ejercicio de estilo que, conducido y atravesado por el río de la lengua, se convierte en un ejercicio vinculador de mundos. Existen ensayos de largo aliento dedicados a la reflexión sobre los fenómenos del lenguaje, y aun ensayos que hacen de la lengua el espacio simbólico donde se ponen en evidencia, se tensan o se solucionan las contradicciones y los desencuentros que se dan en otros niveles de la realidad. Pensemos en autores como Carlos Fuentes, un gran explorador de los fenómenos del lenguaje, quien construyó desde el ensayo la posibilidad de integración de un “Territorio de la Mancha” donde confluyeran las letras y las voces de los representantes del español a ambos lados del Atlántico. Nuestro idioma alberga también un tiempo y un espacio de utopía, que resuelve simbólicamente nuestra necesidad de encuentro.  Así lo mostró José Emilio Pacheco, quien celebró la posibilidad de que americanos y españoles se encontraran unidos por la lengua, y se refirió al español como “un lenguaje en que cabemos todos, en el que las obras y las voces a ambos lados del Atlántico parecen infinitas pero inteligibles”. La lengua se convierte así para algunos escritores en modelo de convivencia, confluencia, diálogo y encuentro. 

Un lugar especial merece, precisamente para este México que a tantos de nosotros recibió con los brazos abiertos, la relación entre palabra, exilio y ensayo, convertido éste en un hogar de palabras para un mundo que vive a la intemperie. Existen ensayos oceánicos y ensayos de hondura que se asoman a zonas íntimas y aun secretas de la significación. Existen ensayos que privilegian los procesos de autofiguración del sujeto y otros que nos recuerdan los momentos más productivos de la conversación oral, las formas de sociabilidad y el diálogo entre buenos entendedores. El ensayo puede ser así el espacio del encuentro y el debate, el acuerdo y la disidencia, la voz y el silencio, la creación y la crítica, escenario donde se representan debates y posturas conciliadoras o tensas respecto de la lengua o las lenguas. 

Grandes desafíos nos esperan también hoy cuando presenciamos una notable transformación del mapa lingüístico del planeta, así como de las vías de circulación y las formas de relación entre las distintas lenguas y culturas del mundo. En nuestros días se ha dado una fantástica proliferación de escritoras y escritores que recuperan la riqueza de las lenguas originarias y  apelan al ensayo, para exigir incluso su ampliación y su problematización, y es entonces cuando el género se confirma como el espacio para el diálogo, la polémica, la reflexión, la afirmación de la diversidad lingüística, los debates en torno a multilingüismo y plurilingüismo, el despliegue de las tensiones en lo que hace a la dimensión política de las cuestiones del lenguaje y a las políticas lingüísticas. Si el siglo XX se convirtió en el gran teatro de la reflexión sobre el lenguaje y la formalización de su estudio, en lo que va del siglo actual hemos vivido también nuevos fenómenos y preocupaciones que demandan una reapertura de las discusiones, en las que ingresan cuestiones éticas, políticas, sociales, culturales, epistemológicas.  En años recientes se ha dado una nueva afirmación del derecho a la lengua materna, al tiempo que a la infinita apertura a nuevas reflexiones sobre la relación entre la lengua y la visión del mundo. El ensayo es también hoy “juez y parte” en la indagación de los nuevos temas y desafíos de nuestra agenda, como es el caso de las cuestiones de género y la escritura de la mujer, entre otras exigencias por dar presencia a distintos sectores y demandas de la vida social –esas “inmensas minorías” que exigen ser escuchadas y visibilizadas-- que muchas veces se traducen en debates en torno al discurso, la retórica y el poder. 

Existen ensayos que exploran zonas límite, como aquellos donde concurren lenguaje y silencio, palabra y grito, conciencia y existencia, o donde asistimos a reflexiones decisivas sobre los afectos y la memoria, la traducción y la escritura: tal es el caso de esa compleja relación entre el “idioma de partida” y el “idioma de llegada” que explora Fabio Morábito en “El idioma materno”. No podemos tampoco olvidar la existencia de toda una nueva generación de autores dedicados en años recientes al estudio del lenguaje y el uso de los símbolos desde las nuevas perspectivas que abren las neurociencias, a partir de aquello que Roger Bartra considera “el misterio de la conciencia y de las funciones mentales complejas”.

Hoy existe además una cada vez más amplia inquietud en torno a la relación del ensayo con los nuevos lenguajes y las nuevas tecnologías. El ensayo se convierte en un prometeico mediador entre discursos y registros. Es notable su apertura hacia el mundo de la imagen, como lo prueban el ensayo fotográfico o el cinematográfico. Se dan así modalidades inéditas de interacción, cada vez más ricas, entre la literatura y los discursos de las humanidades, las artes y las ciencias, en nuevas formas de diálogo entre la creación y la crítica. Se observa una migración de la prosa de ideas hacia nuevos soportes, ya que el ensayo vive en nuestros días en plataformas digitales y se desplaza, centauro al fin, entre la página del libro y la página de internet, explorando nuevos espacios, ante los ojos asombrados de una generación de ‘lectoespectadores’ (se trata de un término acuñado por Vicente Luis Mora)  sensibles a las potencialidades de la intertextualidad y la hipertextualidad,  al tiempo que vive el desafío de fenómenos interactivos inéditos, cuando asistimos a sorprendentes combinaciones entre imágenes, sonidos y palabras, y contemplamos procesos semióticos impensables hace sólo pocos años. En cuanto al vértigo de los tiempos, comparto el asombro de Irene Vallejo: “El alfabeto de mi infancia, el que me observa ahora mismo desde las hileras del teclado de mi ordenador, es una constelación de letras errantes que los fenicios embarcaron en sus naves. Surcaron el mar rumbo a Grecia […], Sicilia […], la Toscana […] merodearon por el Lacio y, de mano en mano, fueron cambiando hasta alcanzar el trazo que hoy acarician mis dedos.” De este modo, la dimensión de los fenómenos de la lengua, el lenguaje, la escritura, se volvió parte del quehacer del ensayo para no abandonarlo nunca, sino más bien, muy por el contrario, para obligarlo a alcanzar cotas cada vez más altas de originalidad creativa y crítica en busca de mundos pensables y mundos posibles. Este proceso expansivo no tiene visos de detenerse. 

La prosa no ficcional se repiensa hoy a partir de los nuevos desafíos de la ficción, la narrativa, la autobiografía, la escritura de la memoria, y se redefine en relación con la crónica, el testimonio, el artículo periodístico, las distintas manifestaciones del discurso social e incluso las nuevas formas de divulgación del conocimiento, al punto de tener que preguntarnos, como lo hizo alguna vez Borges, no ya qué es ensayo, sino cuándo es ensayo. En la trama del texto ingresan y reingresan variadas formas discursivas y líneas de discusión y debate. Hoy y de manera renovada, como ayer y en sus propios orígenes, el ensayo plantea desafíos a la gran cuestión de la relación entre los mundos de la oralidad y la escritura, entre la letra y la imagen, entre los textos, sus lectores, sus formas de publicación y las demandas de las distintas y renovadas ‘sociedades del discurso’ que recuerda el ensayista mexicano  Jezreel Salazar. 

Para terminar este recorrido evocaré dos ejemplos eminentes del modo en el cual, desde el interior mismo del ensayo, se puede llegar a explorar nuevas dimensiones de la lengua y el lenguaje.  Se trata de Tomás Segovia y Octavio Paz, poetas y ensayistas cuyo propio diálogo ha permitido a su vez ir ampliando las dimensiones y los alcances del género gracias a sus reflexiones en torno a lo pensable y lo decible.

Para Tomás Segovia, la lengua es la institución social por excelencia, modelo de participación plena del ser humano en el mundo, en cuanto a través del uso y del despliegue de ese querer decir que es una permanente atribución de valor a la esfera de lo humano, toda la riqueza de la lengua, toda su capacidad comunicativa, dialógica y expresiva, se actualiza y nos permite enlazar nuestra experiencia particular con el sentido general. Es así como, en efecto, cada uno de nosotros puede ejercer la ciudadanía de la lengua. Nos recuerda también Segovia que estamos bañados por el lenguaje y no podemos salirnos nunca de él, sino, en todo caso, encontrar un mirador más generoso para contemplarlo y contemplarnos. Para Segovia el lenguaje no se funda, sino se nos da ya como fundado: es siempre un horizonte de sentido que nos trasciende y en cuyo seno vivimos. El propio tiempo del ensayo es para él un “tiempo apalabrado” que se da como una búsqueda de sentido abierta y nunca colmada.

Una de las experiencias más altas y originales que nos depara la literatura mexicana y universal es la de Octavio Paz, cuyo propio tratamiento de la palabra dio a este término una nueva dimensión de sentido. En 1997, al inaugurar el congreso de la lengua en Zacatecas, afirmó: “Los hombres somos hijos de la palabra, ella es nuestra creación; también es nuestra creadora”.  La exploración del escritor, que lo es tanto de su propia realidad como de su tiempo, “comienza y termina con el lenguaje […].  El escritor dice, literalmente, lo indecible, lo no dicho, lo que nadie quiere o puede decir. De ahí que todas las grandes obras literarias sean cables de alta tensión, no eléctrica sino moral, estética y crítica”.  Paz hizo de esa unidad lingüística dotada de significado que llamamos ‘palabra’ un mundo de sentido y un manantial de significaciones. En ella confluyen y de ella nacen las dos ramas del alto surtidor del quehacer del escritor: por una parte, el desciframiento del habla colectiva; por la otra, la tarea nombradora, la posibilidad de ampliar los límites de lo inteligible, y aun de lograr acercarse a lo que hasta entonces se alojaba en la frontera de lo indecible. El ensayo se convierte así en una auténtica poética del pensar. La palabra permitirá a Paz explorar el vínculo entre lo poético y lo poetizado, remontar las aguas del tiempo para acercarse al momento del sentido. Como leemos en El arco y la lira, “Al nombrar, al crear con palabras, creamos eso mismo que nombramos y que antes no existía sino como amenaza, vacío y caos”. A través de la lucidez de sus ensayos Paz procurará explorar ese nombrar y dotarlo de inteligibilidad al tiempo que recuperar la palabra como fuerza instauradora de sentido. 

 En suma, es posible y necesario volver a emprender una lectura del ensayo e incluso volver a escribir una historia del género a partir del redescubrimiento de su relación con la lengua, el lenguaje, la palabra. Desde el trato más profundo, secreto y creativo del ensayista con la lengua materna y todo su potencial expresivo hasta las distintas reflexiones que hacen del ensayo el mejor escenario para representar las transformaciones de la prosa o para pensar la relación entre el español y las lenguas de América, entre el español y los idiomas del mundo; desde la exploración de los límites de lo nombrable y lo inteligible hasta la tematización de los posibles cruces entre lenguajes;  desde la indagación del espacio íntimo del sentido hasta la posibilidad de hacer de la lengua un modelo de convivencia, el ensayo se nos muestra como un “Proteo” capaz de adoptar distintas formas, como un “Prometeo” cuyo destino es vincular mundos, como un “centauro” con vocación de atravesar los distintos círculos de las lenguas y los lenguajes, y cuyo afán interpretativo lo lleva a recombinar y aun reconfigurar voces, discursos y experiencias. Un género, en suma, capaz de atraer a sí mismo, vivir en su propia pulsión creativa y resolver simbólicamente los momentos de búsqueda y recreación, encuentro y tensión, reconocimiento e imaginación, de la escritura y la lengua. Muchas gracias.

                                                                                      Liliana Weinberg 


El español, lengua de la independencia. Respuesta al discurso de ingreso de Liliana Weinberg

No sólo en el sentido de ‘realizar un acto formal’, sino de hacerlo con júbilo y gran complacencia, la Academia Mexicana de la Lengua celebró la elección de Liliana Weimberg como miembro numerario de la corporación el día 23 de abril -día del libro- del año 2020. 

Procedente de La Argentina, de donde se vio precisada a salir a causa de la “sombría etapa de asfixia ideológica”, según sus propias palabras, por la que entonces atravesaba la nación sudamericana, la profesora en Ciencias Antropológicas se estableció en México. El país la recibió, como a tantos otros argentinos, con los brazos abiertos, en consonancia con su fraternal política de asilo que tiempo atrás había desplegado con los exiliados republicanos españoles al fin de la guerra civil, entre los que se encontraba, por cierto, José Pascual Buxó, su antecesor inmediato en la silla X de la Academia.   

Una vez en México, Liliana Weimberg fue acogida sucesivamente por dos instituciones que se han nutrido de la presencia del exilio, El Colegio de México, nacido como Casa de España en nuestro país para albergar a los intelectuales provenientes de la República doblegada, y la Universidad Nacional Autónoma de México, enriquecida en las ciencias, las humanidades, las artes y la difusión de la cultura por los transterrados españoles, al igual que por muchos latinoamericanos que en ella encontraron cobijo, al que correspondieron con incontables aportaciones académicas y culturales. No en vano, el escudo de nuestra máxima casa de estudios representa el mapa de la América nuestra, como la llamó José Martí. 

Liliana primero cursó su doctorado en Letras Hispánicas en El Colegio y después afincó su vida académica en la Universidad Nacional. En ambas instituciones, operó un doble proceso de amplitud y de concentración con respecto a su objeto de estudio -la literatura hispanoamericana-. Por un lado, fue abriendo el espectro de su mirada, como si quisiera dar cuenta del largo trayecto recorrido desde el extremo sur hasta el extremo norte de Hispanoamérica y se viera compelida a recoger las expresiones literarias de todos los países que median entre ambos puntos de su itinerario, y, por otro, fue enfocándola en un género particular, el ensayo, sin duda el más definitorio de nuestros géneros y, sin embargo, el menos difundido y estudiado. “Hermano menor de la literatura hispanoamericana” lo denominó Carlos Fuentes, no por su falta de valía literaria y de significación histórica, qué va, sino por la relativa marginalidad que entre nosotros ha sufrido frente a la poesía en el siglo XIX o a la novela en el XX, lo que les confiere a los estudios de Liliana el valor añadido de la reivindicación del género. 

Una vez iniciadas las revoluciones de Independencia, los fundadores de nuestra literatura dedicaron la mayor parte de sus ensayos a reflexionar sobre la identidad hispanoamericana, que ya había sido vislumbrada y aun expuesta en obras escritas por los humanistas ilustrados en las postrimerías de los tiempos coloniales. ¿Cuáles son los rasgos culturales que nos diferencian de la cultura española que se impuso sobre el continente? ¿Quiénes somos después de tres siglos de dominación colonial y cómo articularemos nuestra nueva condición americana? ¿Cuál y cómo debe ser la lengua de nuestra expresión literaria? ¿Se deben seguir los preceptos académicos peninsulares o hay que romper con ellos y forjar una expresión propia? Interrogantes, temas, preocupaciones que impulsaron las disquisiciones de los intelectuales hispanoamericanos de la primera hornada, de Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento a Esteban Echeverría y José Victorino Lastarria, de José Martí y José Enrique Rodó a Ignacio Manuel Altamirano y Francisco Pimentel.          

Con menor apremio que nuestros empeñosos pensadores decimonónicos, pero con mayor perspectiva histórica que ellos, mayor amplitud de miras y mayor conciencia de la condición literaria de sus obras, los ensayistas del siglo XX -y aun del XXI- persistieron en la búsqueda de la identidad de Hispanoamérica en su conjunto y, en particular, de las diferentes naciones que la constituyen. Seis ensayos en busca de nuestra expresión de Pedro Henríquez Ureña, La raza cósmica de José Vasconcelos, las postulaciones de Jorge Luis Borges a propósito del Martín Fierro y de la poesía gauchesca, La expresión americana de José Lezama Lima, Biografía del Caribe de Germán Arciniegas, Tientos y diferencias de Alejo Carpentier, El laberinto de la soledad de Octavio Paz, Tiempo mexicano de Carlos Fuentes, La jaula de la melancolía de Roger Bartra tienen como denominador común el anhelo ontológico de definirnos en términos culturales y también, explícita o tácitamente, en términos lingüísticos.    

El discurso de Liliana Weimberg ha versado sobre el ensayo hispanoamericano, sí, pero no nada más: en cabal correspondencia con la vocación primordial de la institución a la que hoy ingresa formalmente, también se ha referido a la lengua en que éste se configura y que le es consustancial. Según lo consideró Michel de Montaigne, quien lo creó al bautizarlo con tal nombre, el ensayo constituye la conquista de la lengua materna. “El ensayista hace suyas las palabras de todos”; dice Liliana y, para aplicar su concepción general a nuestro ámbito hispanoamericano en particular, agrega: “muchos de nuestros más grandes ensayistas han hecho de la reflexión sobre la lengua un modelo para pensar su tiempo y su cultura, para indagar el modo en que una sociedad organiza lo decible y lo inteligible, para pensar y renovar la herencia del español, para explorar nuestra historia, nuestro presente, nuestro destino.”

Montaigne confesó en el prólogo al primer tomo de sus Ensayos que él era el contenido de su libro, lo que viene a significar que el ensayista es a la vez objeto y sujeto de su escritura -una dualidad, entre otras, concordante con la hibridez de la ya proverbial imagen mitológica del centauro con la que Alfonso Reyes definió el género. Por su parte, Liliana lleva esta suerte de tautología a otra dimensión: la lengua en la que se escribe un ensayo es también el objeto, explícito o implícito, de su escritura.

La lengua española, pues, no sólo ha sido el instrumento del ensayo hispanoamericano, sino también el tema principal de sus disquisiciones desde que las antiguas colonias se independizaron políticamente de España y emprendieron el largo camino de su emancipación cultural y literaria, como José Luis Martinez denominó al complejo proceso que sucedió a la independencia política de nuestros países.

En su discurso, Liliana Weimberg se ha remontado a los tiempos coloniales en que la lengua española se enfrentó con innumerables lenguas americanas: “la lengua es, una vez más, la gran protagonista, el gran modelo, la gran adelantada de los procesos culturales y transculturadores”, dice.

En su voluminoso estudio sobre la historia política del español en América desde la Conquista hasta las Independencias titulado Hablamos la misma lengua, Santiago Muñoz Machado expone las diferentes posturas que adoptaron los gobiernos españoles a propósito de la castellanización y el trato a las lenguas originarias; la disyuntiva a la que se enfrentaron entre la conservación de las culturas indígenas y sus respectivas lenguas o su relegación forzosa para imponer la cultura castellana en las poblaciones aborígenes. Mientras los Austrias dieron relativa autonomía a los gobiernos territoriales, los Borbones fortalecieron el centralismo y el control absoluto de sus dominios de ultramar. El holgado margen de independencia conferido a las autoridades locales en materia de política lingüística, aunado al hecho de que la evangelización se llevara a cabo fundamentalmente en las lenguas nativas, explica que la castellanización hubiera avanzado muy poco durante los dos primeros siglos de dominación española; en el siglo XVIII, en cambio, el español fue declarado idioma de uso obligatorio en todas las colonias, y las lenguas vernáculas condenadas al exterminio. Empero, tales disposiciones emitidas por el gobierno de Carlos III tampoco cumplieron a cabalidad su cometido, y la castellanización, en la realidad, no prosperó tanto como las leyes respectivas lo exigían. Lo cierto es que, al inicio de las revoluciones de Independencia en los albores del siglo XIX, sólo hablaban español tres millones de habitantes en todo el continente americano. El dato de Muñoz Machado es relevante, pues secularmente hemos considerado que el español es la lengua de la Conquista, pero no que también, y sobre todo, es la lengua de la Independencia. Fue la lengua de la Conquista política, por supuesto, aunque no necesariamente de la conquista espiritual-, pero “serán las nuevas naciones -dice Muñoz Machado- las que concluirán las políticas expansivas del castellano, desarrolladas con dos acciones diferentes: por un lado, forzando la incorporación final de las poblaciones indias a la civilización criolla o imponiendo, en caso contrario, su definitivo desplazamiento. Por otro lado, estableciendo programas de enseñanza que incluían la total implantación del castellano como lengua general.”

Tras la independencia de las antiguas colonias, los pensadores de los flamantes países hispanoamericanos se plantearon el tema lingüístico particularmente en función de la expresión literaria, pero sus planteamientos pueden hacerse extensivos a la lengua en general. El español era la lengua del país del que se habían independizado en lo político y del cual querían emanciparse en lo cultural, desespañolizarse, como proclamaba Francisco Bilbao. ¿Cómo admitir, entonces, como propia la lengua de la conquista, la lengua del imperio, la lengua que pretendió imponerse sobre los idiomas amerindios, depositarios de una cultura ancestral en la que muchos de ellos cifraban la esencia de las nuevas nacionalidades? Pero, por otra parte, ¿cómo rechazarla si durante el largo periodo colonial en ella se había configurado nuestra expresión literaria en tanto que las lenguas indígenas, en el caso de México -como dice Alfonso Reyes-, fueron relegadas a un segundo plano cuando no totalmente excluidas de las letras novohispanas? En realidad, se trataba de una falsa disyuntiva. El español era la lengua materna de quienes así discurrían –criollos, la mayoría de ellos-, la lengua que conocían, en la que hablaban, en la que escribían y con la cual habían articulado precisamente su ideario de independencia. Semejantes preguntas obedecían más a un inaugural fervor nacionalista que a una alternativa real, pues no tenían más que una respuesta posible: asumir como propia, pues ya lo era para quienes formulaban tales interrogantes, una lengua que retóricamente podían calificar de extranjera pero que era, sin embargo, la única de la que disponían incluso para arremeter contra ella. 

Liliana Weimberg ha recordado en su discurso la famosa polémica entre Domingo Faustino Sarmiento y Andrés Bello, que defendían puntos de vista discrepantes con respecto al uso de la lengua española en América: para el argentino, debería estar abierta a la irrupción de la expresión popular, pues “la soberanía del pueblo tiene todo su valor y su predominio en el idioma” -decía-; para el venezolano, en cambio, debería mantenerse en lo posible fiel a las normas peninsulares para evitar la fragmentación que le ocurrió al latín al propagarse por toda la Romania. Meros pleitos de familia, diríamos hoy, pues a cinco siglos de la llegada del castellano a estas tierras, podemos comprobar que nuestra lengua común ha conservado su unidad fundamental -en buena medida, hay que decirlo, gracias a la labor de las academias de la lengua- y al mismo tiempo se ha enriquecido con las variantes dialectales de los diferentes países donde se habla en el vastísimo territorio de La Mancha, como Carlos Fuentes llamó al orbe hispanoparlante. Tal polémica se replicó mutatis mutandis en diversos puntos de nuestro continente, e incluso contó con la interlocución de algunos españoles, según nos lo recuerda Liliana al referirse a Emilio Castelar, quien discutió el tema con el chileno Francisco Bilbao y el mexicano Ignacio Ramírez y salió derrotado ante los vehementes argumentos de autonomía esgrimidos por los americanos. Si en México no surgió una polémica equivalente, fue simplemente porque no la necesitábamos. El espíritu nacional se había arraigado en el país desde los tiempos coloniales, sobre todo con los humanistas del siglo XVIII, como Francisco Javier Clavijero, que le otorgaron retroactivamente a las culturas prehispánicas condición de fundamento nacional, en tanto que componente diferenciador de la hispanidad impuesta. En México, dice José Luis Martínez, “la práctica del nacionalismo literario precedió a las teorías”, pero, aun así, pensadores como Francisco Pimentel e Ignacio Manuel Altamirano debatieron acaloradamente sobre la inexcusable herencia hispánica, señalada por el primero, y la vocación nacionalista de nuestra expresión literaria, impulsada por el segundo.

Exactamente a cinco siglos de la llegada de la lengua castellana, que aquí se hace española, pues adquiere una representatividad nacional en tanto que en América no se enseñaron otras lenguas peninsulares -el catalán, el gallego, el vascuence-, el discurso de Liliana Weimberg me da pie para hacer algunas reflexiones acerca de la lengua española y de su relación con las lenguas originarias en estas fechas tan señaladas.

Con los antecedentes que he mencionado, a lo largo de su vida independiente, las repúblicas hispanoamericanas acabaron por imponer en sus poblaciones originarias la lengua española, que fungió como lingua franca en países como el nuestro, que contaban, y siguen contando, con una gran cantidad y diversidad de lenguas indígenas in inteligibles entre sí.

Identificada como lengua de conquista, pero asumida como premisa de la consolidación nacional, en México el español perdió su denominación de origen desde finales del siglo XIX y durante la mayor parte del siglo XX. Parecería que la palabra español, que inevitablemente remitía a los tiempos coloniales, fuera la palabra que quemara los labios. Justo Sierra, quien se pronunció por el exterminio de las lenguas indígenas para fortalecer la identidad republicana, se refirió a ella como lengua nacional, y, con ese nombre, persistió en el sistema educativo mexicano hasta 1972, cuando por primera vez los libros de texto gratuitos estamparon ese nombre casi prohibido -español- en las portadas de los libros del área correspondiente.      

La consideración del español sólo como lengua de conquista y no como lengua de independencia todavía persiste en el discurso oficial de nuestro país -articulado paradójicamente en español-, pues se le ve más como la depredadora de las lenguas originarias que como la articuladora de la nacionalidad mexicana.

 Aun así, la generalidad de sus hablantes la asumen como lengua nacional en tanto que lengua común del país, pero no como lengua patrimonial, según ha podido concluir de sus estudios sociolingüísticos Pedro Martín Butragueño; es decir que todavía no la valoramos como nuestro mayor patrimonio intangible, como señala Concepción  Company.  Y si no se ha asumido como lengua patrimonial, tampoco se ha estatuido como lengua oficial. Se ha pensado que su oficialización en nuestra Carta Magna iría en detrimento de las lenguas originarias. Nuestro académico Diego Valadés sostiene lo contrario. Si la lengua española no es considerada lengua oficial del país, tampoco podrán ser consideradas oficiales las lenguas indígenas en aquellos lugares donde se hablan. El Estado Mexicano, entonces, no podrá asumir a cabalidad la condición multilingüe y multicultural que reclaman con todo derecho las comunidades indígenas. En el decir de algunos de sus más destacados portavoces, como nuestros académicos correspondientes en Veracruz y Oaxaca, Natalio Hernández y Juan Gregorio Regino, respectivamente, el discurso nacionalista unitario y homogeneizador, que invoca el mestizaje como definitorio de la nacionalidad mexicana, acabará por borrar la presencia indígena, sus culturas y sus lenguas, en vez de reconocerlas y asumirlas como parte constitutiva de nuestra pluralidad, en la que reside, precisamente, la singularidad de nuestro enorme patrimonio cultural. 

Agradezco a Liliana Weimberg que su importantísimo discurso sobre el ensayo hispanoamericano me haya permitido plantear estas paradojas y contradicciones en torno a la lengua española, a cuyo estudio y sus peculiares maneras de hablarse y escribirse en México y a sus relaciones con nuestras lenguas originarias se dedica prioritariamente la Academia. Excuso la largura y la temeridad de mi intervención en sus consideraciones sobre el ensayo -y con sus palabras cierro las mías-, “que puede ser -cito- el espacio del diálogo y el debate, el encuentro y la disidencia, la voz y el silencio, la creación y la crítica, escenario donde se representan debates y posturas conciliadoras o tensas respecto de la le lengua o las lenguas.”

En nombre de la Academia Mexicana de la Lengua, y haciendo eco de las voces secretas de los académicos que unánime y felizmente te eligieron por unanimidad, te doy, querida Liliana, la más cordial bienvenida a esta tu casa, como decimos en México, cuyos trabajos y sus días se verán altamente enriquecidos con tu rigor y tu sabiduría.          

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